Ha hablado de delincuencia de cuello blanco, de robo de dineros públicos, de actos inmorales y reprobables que han cometido unos políticos que parecían límpidos querubines, nuestros venerados serafines de la oposición, unos beatos del interinato, pero ¿sus censores muestran indignación porque a Julio Borges lo movió la vanidad, o porque habló con aspereza o porque lo hizo a deshora? Lo que preocupa del conjunto de los reparos es la indiferencia ante el asunto medular que ha denunciado: manejos oscuros de un sector de la oposición, en los cuales pueden tener responsabilidad figuras en quienes ha confiado la ciudadanía para que la libre de los corruptos del chavismo.
Publicado en: La Gran Aldea
Por: Elías Pino Iturrieta
Después de las recientes declaraciones de Julio Borges, dudo que el problema medular de Venezuela sea la corrupción, o que la proliferación de negociados chuecos y de pillos conocidos y anónimos sea un factor capaz de perturbar la vida de la sociedad. Cuando el fundador de Primero Justicia alzó la voz para denunciar la existencia de serios manejos ilegales en el seno del Gobierno interino, de negociados peligrosos para la reputación de una parte de la cúpula de la oposición y para el destino de la lucha contra la dictadura, muchos opinantes reconocidos y otros sin mayor prestigio, pero de computadora dinámica, le saltaron a la yugular. Sin hablar de los guerreros del teclado, quienes se solazaron en el insulto y en la burla. Este tipo de reacciones invita a cavilar sobre si realmente nos importa como sociedad el problema de la ladronería, porque no parece congruente con el supuesto clamor contra los vicios de los políticos y de sus secuaces que se lancen, desde diversas trincheras, insistentes dardos venenosos contra quien los denuncia.
En especial cuando las reacciones se han centrado en asuntos como el carácter del denunciante, el tono de su discurso y la ocasión que escogió para desembucharlo. Será difícil no dudar de la excesiva subjetividad de los críticos, o de la debilidad de la plataforma desde la cual arremeten, o de otras falencias dolorosas, si destacan entre sus objeciones asuntos como las tres siguientes: la vanidad del líder, sus ásperas maneras de denunciar y la mala ocasión escogida para hablar de unos compañeros de camino.
Si hablar de la vanidad de nuestros políticos nos remite a personajes como Antonio Guzmán Blanco, maestro del autobombo y de las poses circenses, a las intemperancias excesivas de Cipriano Castro, “un indio que no cabía en su cuerito”, y a las atribuciones de conocimiento omnisciente que caracterizaron a Carlos Andrés Pérez, no parece razonable incluir en ese cuadro de honor a un político a quien jamás nadie ha sorprendido levantado farándulas descomedidas para hacer sus apariciones. Ciertamente no tiene Borges la modestia de los eremitas, una virtud que no habita en el pellejo de la mayoría de las figuras públicas que en el mundo han sido, pero acusarlo de ser una encarnación de la vanagloria y de la fatuidad solo puede salir de un simulacro de argumento realmente lampiño.
Tampoco destacan por su lucidez quienes le han reprochado las formas del discurso. Lamentan que no haya sido más afable, más modoso, como si fueran primordiales las cortesías frente al fondo de las terribles denuncias que asomó. Los adalides de la urbanidad y de las buenas maneras parten de una idea respetable cuando la decencia ha sido cada vez más despreciada por la retórica “revolucionaria” de la actualidad, pero en realidad ahora están cogiendo el rábano por las hojas en forma paladina. Tal vez se hubieran complacido si en la denuncia hubiera usado sinónimos como “picardía”, “descuido” o “substracción”, porque hablar de robos y pillerías de unas gentes supuestamente impolutas y de cristalino origen no cuenta con la bendición del maestro Carreño. No cabe duda de que semejante fruslería cambia la profundidad por la superficialidad, la consistencia por el oropel y la seriedad por la bobería. También les hubiera gustado una denuncia privada, un soplo entre cuatro paredes para custodia de las cualidades de una estirpe que no debe lavar su suciedad en tintorería pública, pero debió pasar, lamentablemente, que en el día malhadado de su rueda de prensa no leyera Borges el manual de don Manuel Antonio. ¡Qué horror!
Por último debemos sorprendernos de que, para muchos de los críticos, existan temporadas de denuncias. Porque, según dijeron, no debió hablar debido a que están pendientes las elecciones de Barinas, o a que Guaidó estaba en vísperas de ser recibido por el presidente Joe Biden, o quizá porque hay lapsos durante los cuales las acusaciones pueden turbar la costumbre ciudadana de hablar de sus villanos en paz y con autonomía en plácidas sesiones de sobremesa. Así por el estilo. Imaginen la que se hubiera armado si se pone frente al micrófono antes de la realización de las elecciones regionales. Arde Troya. O en cualquier otro momento sobre cuya oportunidad se hubiera encontrado pólvora de sobra para asegurar que no tiene idea de los relojes, ni respeto por los calendarios, ni del derecho inalienable que tiene la ciudadanía de armar chismorreos con la batuta exclusiva de su capricho. Como la política depende del paso de los días, de sus conminaciones cotidianas, de lo que urden o dejan de tejer los hombres desde cuando se levantan de la cama, pareciera que les sobrase razón a estos reproches aparentemente sensatos. Sin embargo, como los anteriores, remiten a una escandalosa indiferencia de la sociedad ante el mal mayor que la asfixia y embrutece.
Porque lo que preocupa del conjunto de los reparos es la indiferencia ante el asunto medular que Borges ha denunciado: manejos oscuros de un sector de la oposición en los cuales pueden tener responsabilidad figuras en quienes ha confiado la ciudadanía para que la libre de los corruptos del chavismo que han convertido a Venezuela en un albañal. Borges ha hablado de delincuencia de cuello blanco, de robo de dineros públicos, de actos inmorales y reprobables que han cometido unos políticos que parecían límpidos querubines, nuestros venerados serafines de la oposición, unos beatos del interinato, pero sus censores muestran indignación porque lo movió la vanidad, o porque habló con aspereza o porque lo hizo a deshora. La batalla contra los delincuentes de la política va para largo, si la dejamos en manos de unos jueces como los que acabamos de ver en sibilino desfile. “Más les valiera estar duerme”, dijo un poeta pariente mío del siglo XIX.