Publicado en: El Universal
En medio de la crisis global de la democracia liberal, representativa; del ascenso de los neopopulismos y su capacidad para adaptarse al vértigo digital, reinventarse y fortalecerse, los desafíos para los demócratas son cada vez mayores. Uno de ellos apunta a salvar eficazmente la distancia entre la democracia ideal (como debiera ser) y la democracia real (como es). La pregunta siempre es cómo hacer compatibles ambas dimensiones. Y es que el problema del poder no es solamente de titularidad, recuerda Sartori: es sobre todo de ejercicio. De modo que una cosa puede proclamar lo normativo, y otra, la que la praxis termina concretando; especialmente cuando son reglas administradas por regímenes no democráticos, susceptibles por tanto de mutar según convenga al gobernante de turno.
Lo ocurrido con el RR nos retorna a la trampa de la arenga populista, a la falaz competencia que a mediados del siglo XX introdujo esa “otra” democracia, en teoría más “popular” que la representativa. Pero lejos de aquel modelo que Robert Dahl emparejó con la Poliarquía, el “gobierno de muchos”, esa utopía que nadie podía percibir con claridad tras la Cortina de Hierro se licuó junto al derrumbe de los socialismos de Europa del Este. Una redonda demostración del fracaso para ofrecer alternativas a lo que ya existía y funcionaba.
Lamentablemente, el siglo XXI ofreció abono para el resurgimiento de corrientes iliberales, que denostaban de esa democracia producto del pacto “burgués”, “de élites”. Menuda paradoja: pues ese pacto en el caso venezolano promovió el periodo más largo y estable de paz republicana que ha conocido nuestra historia, signada hasta ese momento por la endémica confrontación. Lo que antecedió al paréntesis de sensatez que arrancó en 1958 y expiró en 1998 se compara, según Naudy Suárez, con un cementerio que acoge a los cadáveres de “oportunidades perdidas para el diálogo, el acuerdo y la cohesión”.
Pero sabemos cuán seductor resulta el discurso del neopopulista, con cuánta eficacia logra contrabandear mecanismos de permanencia indefinida en el poder tras promesas de accountability vertical, de rendición de cuentas y vibrante participación protagónica en la llamada democracia directa. La presunta bonhomía de esa democracia plebiscitaria vs los “cocos” de la democracia indirecta (propia de la complejización de la sociedad y la necesidad de aumento de las mediaciones) aparece como un caramelo difícil de ignorar. Y allí se instala, con carácter constitucional, incluso, en el imaginario de encandilados ciudadanos prestos a creer que, ahora sí, podremos ejercer control sobre la gestión de los gobernantes que elegimos, sin mayor oficiosidad de las instituciones.
Sobre mecanismos tan resbaladizos como el revocatorio de mandato o Recall, hay datos que importa escarbar. El hecho, por ejemplo, de que al margen de casos focalizados, donde aplica a cargos a nivel local -18 estados de EEUU, 6 de los 26 cantones de Suiza, algunas provincias en Argentina; en Colombia, Perú o, con variantes, en Cuba, Taiwán, Etiopía, Liechtenstein, Nigeria, entre otros- hasta 2018 sólo fue incorporado en tres constituciones en el mundo, afectando a todos los cargos, incluso el de presidente en ejercicio. Fuera de la reforma constitucional de 2019 en México que este año estrenaría RR contra López Obrador, nos referimos a las Constituciones de la Venezuela de Chávez, en 1999; el Ecuador de Rafael Correa, en 2008; y la Bolivia de Evo Morales, en 2009.
En el marco de administraciones populistas, afectas al socialismo del siglo XXI, el uso de esta fórmula en el caso de Venezuela (2004) y Bolivia (celebrado en 2008, antes de que el mecanismo fuese reglamentado), lejos de apurar la caída en desgracia de Chávez, o de Morales y su VP, García Linera, contribuyó a apuntalarlos. Las crisis que estos sistemas presidencialistas enfrentaron se disolvieron en el caldo de los procedimientos tortuosos, improvisados, ad-hoc, frutos de la enunciación de derechos incumplibles. Prácticas que, sobre todo, se mantuvieron bajo el control de mandatarios cuestionados y sus partidos.
Sospechamos por qué otros países, con democracias sólidas y funcionales, no han caído en la trampa demagógica que tienden estas figuras, ni le dieron rango constitucional. Por desgracia, la apelación a efugios azarosos como el RR, la tarasca de la reelección indefinida o el vicio del eterno recomienzo que consagra la Constituyente y su torcida supra-constitucionalidad, son venenos con los que la revolución bolivariana adulteró el espíritu del gran pacto social. La artera imposición de reglas de juego por parte de un sector circunstancialmente favorecido por mayorías exaltadas, acabó resucitando una y otra vez la perversión que la democracia liberal estaba llamada a contener.
Allí quedan las experiencias de 2004, 2016; también esta última que, bastante más anémica, recién se asomó y extinguió como un soplido sin fuelle. La esperanza es que, más allá de la colección de frustraciones, logremos captar que los embelecos del “legado” siguen vivos y prestos al mordisco. Que retomar el camino de la democracia implica la alianza contra todo retroceso.