Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
“Sentí que había cometido un pecado, quizá el que no perdona el Espíritu”
Jorge Luís Borges, El espejo y la máscara
Según el Kierkegaard de Temor y temblor, el miedo logra conjugar la extravagancia, la sutileza y la frivolidad en cada golpe de su gélido y tembloroso puño. Es el puño de Abraham, a punto de asesinar a su propio hijo por mandato de divino, a la espera de que ocurra, en el último instante, el milagro de una contraorden. La misma condición religiosa, que el pensador danés, en su dialéctica externa, ubica por encima de las esferas estética y ética, hace que el camino para su conquista no pueda prescindir de esa tortuosa, trémula y terrorífica experiencia de la medrosidad. En él —en el miedo— se confunden realidades y apariencias que son proyectadas como un horror en sí mismo, porque el horror en sí mismo es desdoblamiento y el desdoblamiento termina siendo el miedo mismo. Más que una incertidumbre, el miedo es una presunción, una sospecha proyectada sobre el sí mismo.
El miedo —precisamente, bajo la figura de la confusión de realidades y apariencias— es el arma más potente con que cuenta el gansterato aquí y ahora. Con él se propone premeditadamente ocultar sus propios temores, proyectarlos y expandirlos. Y es que el miedo es la afección que, según el bueno de Spinoza, dispone a los humanos de tal modo de no querer lo que quieren, o de querer lo que no quieren, toda vez que “el hombre queda dispuesto por él a evitar un mal que juzga va a producirse, mediante un mal menor. Si el mal que teme es la vergüenza, entonces el temor se llama pudor. Si el deseo de evitar un mal futuro es reprimido por el temor de otro mal, de modo que no sabe ya lo que se quiere, entonces el miedo se llama consternación, especialmente si los males que se temen son de los mayores”. Como nunca antes, la sombra, la duplicación del miedo, pende sobre los hombros de la totalidad del ser y de la conciencia de la consternada Venezuela.
La consternación, pues, es el miedo como intento de evitar mediante un mal menor otro mayor al que se teme. Por ejemplo, sería preferible llegar a un “entendimiento” con un grupo de gansters antes de verse inmerso en una —imaginaria— invasión o en una —no menos imaginaria— “guerra fratricida”. La pusilanimidad consiste en el despreciable y repugnante temor a un mal al que nadie teme. Es el caso de quien se llena de temor tan solo de pensar en las terribles consecuencias que le pudiese acarrear el citar una frase de alguien que ha llamado a los terroristas por su nombre. Pero la consternación —que es una suerte de pusilanimidad, oculta tras un “humanismo” cortesano y decadente— consiste en la vana intención de permitir un mal frente al asombro que se llega a sentir por el mal que se teme. Es un vivir en el terror, con la sombra del miedo a cuestas. Es, como dice Spinoza, “el miedo que mantiene al hombre hasta tal punto estupefacto o vacilante, que no puede liberarse del mal”. Estupefacto, porque su deseo de liberarse del mal es reprimido por su asombro. Vacilante, porque supone que ese deseo es reprimido por el temor a otro mal que, de igual modo, le atormenta, al punto que no sabe de cuál de los dos debería liberarse. La consternación no consiste tanto en desconfiar de todo como de no confiar en sí mismo. No se fía de sí mismo el secuestrado, pero tampoco se fía de sí mismo el secuestrador, quien recientemente ha sido definido a cabalidad como “un cobarde con armas”. Sus temores no sólo no le permiten liberarse sino que, muy por el contrario, lo convierten en esclavo de sí mismo. Si hay algo que no es libre es el miedo. Y cuando el miedo institucionalizado deviene modo de vida, nervio central de la cotidianidad, la libertad se tuerce en esperanza, en pasiva espera, y juntando las palmas de las manos, con la mirada puesta sobre el cielo o sobre el Norte, ruega la llegada de la redención, de algo o de alguien que atienda las súplicas de una multitud despavorida y extrañada que —hace tiempo— perdió las virtudes públicas.
Según Vico, la antigüedad, por lo menos hasta la llegada de la barbarie ritornata, supo transformar sus temores en mitos, sobre los cuales lograron construir, paso a paso y con ‘mente heroica’, la historia de la humanidad. El pasaje viquiano es inversamente proporcional a la dialéctica de las medianías kierkergaardianas, ya denunciadas por Adorno. Vico muestra filológica y filosóficamente, en la Scienza Nuova, cómo el temor condujo al religare y cómo este dio lugar a la eticidad que fraguó los cimientos de la poiesis estética, es decir, nada menos que aquello a lo que define Platón como “la causa que convierte cualquier cosa que consideremos de no-ser a ser”. En otras palabras, enfrentar los propios miedos, mirarlos cara a cara, es vencer a la muerte (no por caso, la palabra latina mor es la raíz de ti-mor y de mor-te: el temor es la muerte invertida). Quizá sea por eso que la virtud no consista tanto en la capacidad de producir determinados efectos plausibles, virtuosos, como en la condición propiamente viril (vir significa hombre libre) de donde proviene su significado. La virtus omnia vincit.
Pero la escuela del miedo, su perfeccionamiento y sistematización a los fines de someter a las mayorías por medio del terror, es otra cosa. Cabe reconocer a Torquemada como el auténtico pionero de semejante industria. Pero fue durante la edad contemporánea, con un fascismo inspirado en las viejas prácticas tiránicas orientales —es decir, en el instante en el cual tuvo lugar el proceso de inversión de la historia—, lo que hizo posible que la “cobardía armada” obtuviera uno de sus más efectivos recursos para asegurar su propia estabilidad. Y es que el miedo es la base firme sobre la cual se erigen esos regímenes en los que resulta imposible distinguir las prácticas despóticas de la acción gansteril y en los que la política se solapa —se encapucha— con la corporación criminal.
Al terminar la Segunda Guerra Mundial, una vez que las tropas soviéticas se apoderaran de la mitad de Alemania, los nazis, “expertos” en difundir el miedo para someter a los ciudadanos, pasaron a formar parte de la nómina de empleados del régimen stalinista. Al final, se trataba de lo mismo. Allí se adiestrarían más tarde los pistoleros cubanos que durante los últimos veinte años han dictado cátedra a los “cuerpos de seguridad” del gansterato que ha secuestrado a Venezuela y que, además de conducirla premeditada y alevosamente a la miseria, la ha convertido en una punta de lanza del narcoterrorismo internacional. Hoy el miedo es la institución más sólida con la que cuenta el gansterato venezolano. Su sombra cuelga sobre los hombros de la ciudadanía para mantenerla consternada. Y será necesario recuperar, muy por encima del espejismo de la esperanza, la virtud, el coraje y la inteligencia necesarias, para poner fin al yugo opresor y poder recuperar el país. Hay que sacudirse el miedo y hacer que se apodere de sus promotores. “No tengas miedo”, afirmaba el último gran Papa del siglo XX. Cuando el secuestrador comprenda que ha caído en su propia trampa, que ha sido secuestrado por sí mismo, Venezuela será libre.
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