Publicado en: Prodavinci
Por: Antonio López Ortega
I.
Debería comenzar diciendo que la inteligencia de Pablo Antillano era única. Para mí, verlo razonar, era una lección de vida. Y esto porque era un prodigio, porque su mente funcionaba de manera privilegiada. Oír a Pablo, escuchar a Pablo: todo un deleite. Las palabras que escogía, la longitud de las frases, las síntesis sorpresivas, las maneras de gesticular. Sus manos hablaban, sus ojos se abrían, su frente mostraba surcos cultivados. El idioma, su idioma, que era único: conciso, preciso, funcional. Una lengua de sustantivos (que viene de sustancia), de verbos recortados, y siempre de pocos adjetivos: justo los necesarios. Ni uno más, ni uno menos. Pensemos en el castellano de Pablo: un idioma que evolucionaba.
Si la inteligencia se mide en función de la capacidad para unir objetos o ideas disímiles, entonces la de Pablo era inabarcable. Porque para él un rubí podía ser una montaña, o un lagarto una estela. Se trataba de una inteligencia asociativa, permeada de vasos comunicantes. La vida, pues, era un todo, y como tal nada estaba distante de nada: todo comulgaba de alguna manera, así no lo viéramos. Pero él, curiosa criatura, lo veía todo; no se le escapaba detalle de nada. Cuando te veía, te rastreaba: iba hasta el fondo de esa alma gemela.
Siempre me pareció que su pensamiento iba más rápido que su discurso, es decir, que las palabras se le hacían cortas para expresar la totalidad. Por eso trataba con palabras esenciales (que remitieran a esencia), que aseguraran ideas o contenidos precisos. También esperaba, creo, que los demás le mostraran todo de lo que eran capaces, aunque no pudiesen. Se ha dicho que hay un abismo entre significado y significante. Pues en Pablo estos últimos escaseaban: siempre llegaban tarde a una especie de estado de revelación.
II.
Nos conocimos en París, estimo que hacia 1980, en casa de Julio Pacheco Rivas. Para mí ya era una leyenda del periodismo cultural, pero para él yo sería un escritor imberbe. Estaba relajado, quizás porque se había tomado unos días libres. Bebíamos vino y picábamos quesos franceses. A Julio y a mí, nos ponía al día de la escena caraqueña; a él, le hablábamos de exposiciones que podía ver. Lo recuerdo con mucha barba y con ropa ligera, aunque la primavera seguía fría. Estaba más interesado en escuchar que en hablar. Y este era un proceder habitual en Pablo: confiar en que el otro lo llenara de contenido, de conocimiento, de noticias. Esa noche, la primera que tuvimos, conversamos mucho, pero cuando la evoco, mientras escribo estas líneas, me doy cuenta de que fue mucho más lo que él se llevó de mí que lo que yo pude llevarme de él. En Pablo, siempre la profesión por delante, siempre el periodista agudo que se nutría de los otros. La velada terminaba y nos despedimos en el metro. Yo pensé que ese encuentro se borraría, yo creí que las palabras intercambiadas se las llevaría el viento frío.
En julio de 1985, después de casi siete años de estudios, yo regresaba a Caracas. Llegaba con esposa e hijos, pero sin ninguna idea de lo que haría. La ciudad de la que me había ido ya era otra, y muchos nexos los había perdido. Una tarde me encontré con un gran amigo, el poeta Julio Miranda, quien para entonces dirigía el Fondo Editorial Fundarte. Nos sentamos en un café de Parque Central, y yo hacía un esfuerzo para ponerme al día en torno a nuevos autores y libros publicados. Pero de pronto, sin que yo lo viese venir, Julio se puso confesional: me dijo que dejaba su posición en Fundarte, para radicarse en Mérida, no sin insinuarme que yo debía quedarme con el cargo. Yo pensé que Julio me echaba un chiste, porque el suyo era un cargo gerencial y hasta ese momento yo no tenía experiencia de trabajo. Finalmente, al borde de la noche, nos despedimos. Por cortesía con el recién llegado, Julio me había brindado el café, pero también sembrado una ilusión.
A los pocos días, sonaba el teléfono en casa de mi suegra, refugio momentáneo mientras conseguíamos un apartamento. Una mujer que imaginaba joven se presentaba como asistente de Pablo Antillano y me citaba a su oficina. Yo comencé a contar los días, las horas, hasta que al fin me vi subiendo al pent-house del edificio Tajamar. La oficina de Pablo era espaciosa, con un ventanal que daba hacia el Ávila. Se paró de su escritorio y caminó hasta abrazarme, como si no hubiesen pasado cinco años desde nuestro único encuentro. Me habló del Festival de Cine y Video, del Salón de Escultura, de los Talleres que se desarrollaban para la comunidad de San Agustín… todo lo que significaba Fundarte para la Caracas cultural de esos años. Y luego, sin chistar, me ofrecía la dirección de la editorial, insistiendo en que yo era el candidato idóneo. Le dije que sí, entre alegre y turbado, pero creo que salí temblando, porque sin experiencia firme no me veía en un cargo directivo. El fondo editorial de Fundarte era para entonces toda una revelación: su colección “Breves” de traducción de poesía era única, y sus “Cuadernos de Difusión” el lugar donde todo joven autor venezolano quería estar.
Nunca supe indagar por la firme convicción de Pablo que me llevó a esas alturas, pero conmigo repetía un reflejo que siempre tuvo para los demás: pescaba el talento donde lo hubiese, se rodeaba de la mejor gente, abría espacios para los más jóvenes. Su estilo gerencial era abierto, fluido, consistente, y su basamento era la confianza. Rompió moldes cada vez que pudo, pero no por provocador sino por su visión moderna de entender la gerencia. Sus grandes enemigos eran el burocratismo, el estatismo, la falta de compromiso, la pereza creadora. En Fundarte fue mi jefe por tres años, y aprendí más de lo que él hubiese creído, quizás de sólo verlo actuar. Sus famosas “reuniones de status”, que celebraba semanalmente, convocaban a todas sus líneas de reporte para que en sólo dos horas se pasara revista a los puntos más cruciales de la empresa o institución. Se trataba de una verdadera radiografía, de carácter instantánea, capaz de alinear las voluntades y de identificar las urgencias.
III.
Su pensamiento sobre el papel de las comunicaciones en el mundo contemporáneo era de avanzada. Y como siempre, se adelantaba a la comprensión generalizada. Donde alguien veía un hecho, Pablo descubría una potencialidad; cuando alguien vendía un error como logro, Pablo ya pensaba en una estrategia. Era sencillamente un adelantado, sin que nadie supiera dónde estaban sus fuentes o el nudo de su inspiración. Reflexionó mucho, siempre de manera concisa, en escritos que nadie olvidaba. En ocasión de un secuestro con rehenes que se pudo televisar porque la policía logró rodear a los maleantes, Pablo escribió “El efecto San Román”, una pieza brillante. Allí describía cómo los hechos públicos serían de ahora en adelante reproducibles en otros planos, hasta al punto de lograr que el espectador se fiara más de la imagen que recibía y menos del hecho en sí. Esa intuición, lo sabemos, es hoy nuestro pan de cada día: nos llevamos por lo que nos transmiten, y no por lo que sucede.
En cuanto a los medios que lo seducían, si lo hubiesen puesto a escoger, se habría quedado con las revistas o suplementos. Era un revistero integral, y no cesó de hacerlas, desde la muy política Reventón hasta el portal Código de Barra, donde reflejaba la escena caraqueña. Cuando nuestra aspiración se colmaba con tener revistas culturales, Pablo estaba convencido de que teníamos suficiente audiencia como para editar revistas especializadas. Así nació Escena, sin duda la más importante revista que ha tenido Venezuela en el campo de las artes escénicas; y luego Libros al día, para los lectores que querían orientación y guía en cuanto a novedades bibliográficas. Años después, junto a Nelson Rivera, volvería a su pasión por los libros con Lectores, un suplemento que en los años 90 se adelantó a lo que luego fueron nuestras ferias.
Como ávido lector, Pablo lo era de novelas, de textos políticos, de ensayos sobre comunicaciones. Huía de los escritos meramente divulgativos, pero también de los pesadamente académicos, para encontrar lo que le interesaba: ese punto intermedio entre profusión de ideas y escritura transparente. Mencionaba autores, sobre todo norteamericanos, que nadie conocía, leídos en su lengua original. Era un procesador de ideas, que luego aclimataba o reproducía. En una era en que el desarrollo de las comunicaciones cambiaba la condición humana, Pablo advertía sobre esos cambios antes de que llegaran. De allí que, a veces, pocos lo entendieran, aunque sus artes de exponer o explicar siempre cautivaban, enamoraban. Su tiempo era el futuro, la transformación, los desafíos. Quería adivinar hacia dónde iría la humanidad antes de tiempo, quería asegurarse de que la innovación también trajera armonía y entendimiento entre los semejantes.
Vuelvo a su prosa para reconocer un estilo único: nunca recargado, pero tampoco soso. Concebía la elegancia en función de la trasparencia: mientras más comprensión, mayor logro. Era amigo de los sustantivos, pero no tanto de los adjetivos; su reino era el de los verbos, que son los que aseguran el cambio de estado. Siempre me pareció que en vida publicó mucho menos de lo que escribió, y quizás porque para decidirse dependía mucho de sus amigos. Creo que Pablo no estaba consciente de su enorme talento: le interesaba más la producción que el reconocimiento, más la discusión que el aplauso. A veces, siento, no tenía suficientes interlocutores: su onda de pensamiento estaba por encima de la cotidianidad, adivinándola. Y sin embargo, sus dotes como expositor eran únicos, quizás porque lograba llevar la complejidad a la llaneza. En sus tiempos de Voz & Visión, cuando también me tocó trabajar con él, una intervención suya era determinante para convencer a un cliente de aprobar una determinada estrategia.
IV.
Hacia 1990 Fundarte entró en crisis. Sus dos instituciones de adscripción, la Gobernación del Distrito Federal y el Concejo Libertador, entraron en pugna para determinar quién se quedaba con la criatura. Pablo se apartó de una disputa enfangada de baja política y abrazó la causa empresarial. Desde el grupo Corpa, don Jimmy Teale le ofreció dirigir la filial Voz & Visión, dedicada a la comunicación corporativa y a la responsabilidad social empresarial. Allí, en cuestión de meses, hizo lo que siempre hacía: rodearse de la mejor gente. La empresa creció en clientes y reputación: campañas como “Cuidar es querer” de PDVSA, o “Reciclar es ganar” de Owens, o “Encuentro con” de Fundación Bigott, o “Venezuela es otra” de la OCI, se hicieron en esos laboratorios. Nelson Rivera, Tulio Hernández y yo nos incorporamos para dirigir los tres grupos de cuentas que se habían formado, todos con periodistas, creativos y productores de primer nivel. Estas líneas se quedarían cortas para enumerar a todos los profesionales que pasaron por esa escuela, porque de eso se trataba: de un trabajo que también era formativo, de una empresa que innovaba en su campo.
Luego de Voz & Visión, Pablo pasó a Proa, con Chepita Gómez, para seguir atendiendo, a título personal, a una cartera muy exclusiva de clientes. Fue quizás su último tramo como asesor comunicacional, porque en sus postreros años recuperó uno de sus mayores intereses: el de la comunicación política, al punto de inscribirse en la Universidad Washington de Georgetown y concluir un doctorado. Era su vuelta a una pasión que nunca cesó, pero ahora con la tregua adecuada para abordarla con tiempo y dedicación. Viajó por América Latina como profesor, invitado por varias universidades, y las veces que nos veíamos yo lo hallaba exultante, lleno de propuestas e ideas. Terminó en la enseñanza, ofreciendo lo mejor de sí, años y años de experiencia que pudo compartir y dejar como legado. Quedan, por supuesto, sus innumerables escritos, que en una Venezuela reconciliada con la memoria se podrán recoger. Pocos pensadores hemos tenido en estos últimos tiempos, pero entre ellos, al menos para mí, debería estar Pablo Antillano.
V.
Estoy tratando de determinar la última vez que nos vimos, y creo que fue en una tasca de Chacao, junto a Tulio Hernández. Nos habíamos citado los tres porque siempre nos veíamos, pero en esta última etapa de manera más espaciada, quizás porque los tres estábamos viajando a distintos destinos. Recuerdo el momento y debo reconocer lo que Pablo siempre hacía: llevarse mucha más sustancia de su acompañante que la que nosotros nos llevábamos de él. Su estrategia era siempre la misma: preguntar y preguntar, como buen reportero, hasta que te vaciaba por completo y se iba con un tesoro. De él, en cambio, nos quedaban pocas cosas: algún titular, alguna anécdota graciosa. Y es que en el campo de lo público, Pablo lo era todo, pero en el de lo privado, su propia intimidad, era una tumba. De sus amores, de las esposas que tuvo, de sus hermosas hijas, de su circuito familiar, siempre obteníamos muy poco, o nuevamente titulares. Eso sí, quiso mucho a su padre, don Sergio Antillano, otra leyenda del periodismo, a quien le profesaba respeto y admiración, y de quien obtuvo innumerables lecciones. A su madre Calcaño, en cambio, nunca la pudo ver, pues falleció a pocos días del parto. Ese dolor medular seguramente lo acompañó de por vida, como una sombra.
Siempre me llamó Antonucho, como nadie más lo hacía, y siempre estaré en deuda con él. Me faltaron años para darle las gracias, porque lo que soy profesionalmente se lo debo a él. Pero quizás este tono luctuoso me lo hubiera rechazado de inmediato, conminándome a celebrar este milagro de estar vivos, este misterio que nadie puede explicar. Y para estar a tono con él, recordaré una escena con la que me gustaría cerrar. En la ocasión de presentar un libro de Tomás Eloy Martínez, en el que el gran argentino reunía todos sus escritos de tema venezolano, Sergio Dahbar y yo tuvimos la iniciativa de invitar a Pablo para que nos acompañara en un panel de presentación que convocamos desde la librería Kalathos. Sergio habló como editor y como amigo de Tomás Eloy, yo me referí sobre todo al memorable artículo que escribió sobre la muerte de su esposa Susana Rokter, y Pablo hizo un extraordinario cierre en el que fundió admiración con historia personal, oficio periodístico con ética, estilo con maestría. Días después me enviaron una foto del acto. Allí aparecía Pablo con los ojos encendidos en fuego, con los dientes apretados como si quisiera contener el aire, con la mano extendida y los dedos erguidos como si buscara apresar el vacío. Veo y reveo la foto y lo que siento es que Pablo intenta agarrar el corazón de la materia, para sentir los latidos en su propia mano. Y así quisiera recordarlo, mostrándonos el corazón de la materia.