Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
“El hombre que no es capaz de luchar por la libertad, no es un hombre, es un siervo”.
GWF Hegel
Se le llama colapso al síndrome que sufre una determinada realidad, bien sea natural o social, como consecuencia de una probada incapacidad o insuficiencia orgánica o sistémica. La expresión proviene del latín collapsus, que quiere decir “caída completa”. El colapso de un paciente gravemente enfermo anuncia la inminencia de su muerte; el colapso de la economía de una sociedad y, con él, el de un determinado régimen político y social o, incluso, el colapso del espíritu de toda una nación, anuncia su fin. Lo que se contiene en lo mínimo se contiene lo máximo, como afirmaba un hereje impenitente de nombre Giordano Bruno. Non coerceri maximo, contineri minimo, divinum est, reza el epígrafe que Friedrich Hölderlin colocara en el pórtico de su Hiperión, citando un conocido epitafio dedicado a san Ignacio: “Divino es no estar constreñido por lo máximo y estar limitado por lo mínimo”. En todo caso, las malformaciones generadas en nombre de las mayores utopías o de los más sagrados principios no se resuelven ni con el auxilio del puro entendimiento reflexivo ni, mucho menos, con el puro deseo. La gangrena no se cura perfumándola.
El país de otros tiempos dejó de ser una nación, en el estricto sentido republicano del término, para devenir tiranía gansteril. Su colapso fue provocado desde las entrañas mismas del poder. El tránsito del derrocamiento de la dictadura hacia la consolidación de la democracia fue alevoso y premeditadamente invertido desde La Habana. El resultado fue el tránsito desde la democracia hacia la consolidación de una de las más crueles y sangrientas dictaduras de que se tenga noticia. Muerto el tirano, el país quedó en manos de un “Directorio” de dos cabezas, movido por las más bajas pasiones tristes e inevitablemente ignaras: odio, resentimiento, venganza, pero, sobre todo, una enfermiza ansiedad por mantener el poder a todo costo, “como sea”. El grosero enriquecimiento se ve hoy reflejado en calles fracturadas y sucias, oscuras y peligrosas; en la inexistencia de servicios públicos, en la carestía y depauperación general. En temor e impotencia. Los llamados “valores revolucionarios”, in der praktischen, se resumen en el rentismo populista y el neolenguaje, la heteronomía y el analfabetismo funcional, el facilismo y el culto a la mediocridad, la siembra de la corrupción del ser y de la conciencia. El advenimiento feroz del “palerismo” no es la excepción sino la regla. Y todo ello coincide en una única consecuencia “lógica”: el colapso absoluto que, después de veinte años de controles, derroches, desfalcos y saqueos, de atropellos y humillaciones tortuosas, barbáricas y despóticas, finalmente se ha hecho “concreto”. El fantasma que ronda no es otro que el empobrecimiento generalizado, como nunca antes en la historia. Extrañados de toda condición humana y reducidos a entes de instintos básicos –comer, reproducirse y guarnecerse–; sometidos y cada vez más dependientes de una Matrix de Babel, suerte de “registro y control”, de numeración serial, de cifra indescifrable, a la que han dado en llamar “carnet de la patria”, como único modo de obtener algún sustento, algún servicio básico, algún modo de sobrevivencia, para poder morigerar las urgentes y crecientes necesidades cotidianas. Es la dependencia llevada al extremo de la atrocidad. Es el nuevo Auschwitz. El país convertido en campo de concentración. Los opresores de un lado, los oprimidos del otro: la boliburguesía –y los bolichicos– aplastando a los fámulos. En fin, la barbarie ritornata, la suprema “síntesis dialéctica”, según el santo grial del diamat. Es el anti-Marx. Mayor fascismo, imposible.
El país ha colapsado por completo. Nada queda en pie, más que el temor y la esperanza. En menos de veinte años, se pasó de las virtudes de Vargas a las osadías de Carujo. Los “controles” económicos, comunicacionales, sociales y políticos resultaron ser el acta de defunción de una de las naciones potencialmente más prósperas, pujantes, capaces, educadas y libres de Latinoamérica. Secuestrado por una montonera decimonónica, víctima del llamado “síndrome de Estocolmo”, ante la sorprendida mirada de una clase política obesa y burocratizada de cuerpo y mente, cómoda y más habituada al fashion y a las perfecciones del “tiempo de Dios” que al barullo de las calles y a los “latidos del corazón del topo” de la realidad, fue progresivamente acostumbrándose –a punta de ofertas mesiánicas, cuando no de bayonetas– al “exprópiese” que terminaría destruyendo su aparato productivo, su tejido social, cultural y educativo, expropiándolo, empobreciéndo drásticamente su vida material y espiritual, y condenándolo a la mayor de las sumisiones: la del hambre. En fin, el caos sobre el orden, para invertir el conocido título del compendio de Vargas, rector magnífico de la Universidad de Caracas.
No hay forma. La trampa sale, como dice el adagio. Los llamados “hechos” no son entidades independientes del sujeto social, son creaciones de factura humana. Los números ya han cobrado realidad, mientras las banderas rojas que impulsaron el fervor de otros tiempos van cayendo una tras otra. Las visibles grietas del mítico “acorazado Potemkin” criollo hacen aguas por doquier y van poniendo en evidencia las fragilidades, ante el inminente hundimiento. El colapso es más que la sospecha de una impotencia manifiesta. Es la puesta en evidencia del fracaso estrepitoso de un régimen que quiso poder consumir sin producir, enriquecerse sin trabajar, despreciando el conocimeinto en medio de una época orientada a convertir el saber en la mayor fuente de riquezas existente. Ningún sistema político y social nace: siempre se hace. Ni el socialismo ni el liberalismo son sistemas naturales. Ni la sociedad puede estar por encima del individuo ni el individuo por encima de la sociedad. Más bien, cuando se pone en evidencia la inadecuación, en no-reconocimiento recíproco, se producen inevitablemente los antagonismos que terminan en un período de crisis orgánica y de agudos conflictos impredecibles, que ningún metodólogo, por más pedantes que puedan ser sus gráficos, está en condiciones de prever. Se trata de la lucha por el reconocimiento.
Despojados de lo más elemental, del sustento diario; sometidos a las ruinas de un salario que solo alcanza para comprar impotencias; obligados a “rebuscarse” para poder soportar el pesado fardo que la corrupción, el maltrato y la ineficiencia metastásicas han colocado sobre sus hombros; empujados por la fuerza de las dificultades creadas a huir en masa del país. El derrumbamiento cobra cuerpo y conspira en contra del sistema silenciosamente, día a día. La antipolítica social ya no es la simple negación de la política profesional sino su complemento directo. El anonimato del sujeto se despliega con las horas, se organiza, va dejando de ser cosa y va cobrando fuerza de convicción del ser auténtico, capaz de revertir, una vez más, el tránsito desde los intereses de la opresión gansteril al ethos la libertad republicana.
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