Publicado en: El Universal
Cuán bueno sería no equivocarse. No tener que bregar con el costo de las reparaciones, exhibir al final de la vida una línea de pensamiento-acción tan estable que recuerde, por contraste, las sacudidas de las arritmias cardíacas. Ese quizás es furtivo anhelo de quienes viven de tomar decisiones que afectan a muchos, el de ganar en buena lid la reputación de estrategas imbatibles, oráculos cumplidores como hojilla. Ah, pero somos humanos, demasiado humanos, como diría un Nietzsche víctima de la enfermedad, en suerte de viaje interior que lo confronta con sus mazmorras y dudas, con la tiranía del propio yo, con los pinchazos de una voluntad libre. “La bestia en nosotros quiere ser engañada”, sentencia, descarnado. Y cuesta desdecirlo.
Debemos contar entonces con que los errores -y las mudanzas estratégicas- son parte ineludible de nuestra condición y tránsito en la vida. Que toca forcejear con eso responsablemente, sabiendo que habrá instantes en que reconsiderar una postura asumida con ardores y rumboso rasgado de vestiduras, será giro forzoso si un bien mayor lo reclama.
Todo se mueve, nada permanece, susurra Heráclito, artífice de la idea de las abluciones irrepetibles en idéntico río. El ser humano no puede quedar al margen de esa movilidad propia de la existencia. Con tal certeza habría que mirar entonces el compromiso del político con la coherencia. Hablamos de la cohesión entre una cosa y otra, esa consecuencia lógica respecto a un antecedente, esa facultad de mantener en misma frecuencia los pensamientos, palabras y obras, el decir y hacer. Claro, dada la multiplicidad de variables que en este caso refutan la idea de la inconmovible “anatomía social”, la coherencia en política no supondría infalibilidad o casorio con posturas pétreas, y sí cuidar que un propósito superior -atado a un corpus ético y de valores, a un método, a la cualidad de un “cómo”- no sea desatendido por el atasco en la coyuntura. Sólo así se garantizaría evolución.
En tiempos de prepolítica y desmesura, de infantilización por un lado y vanidad con atavíos de dignidad por otro, esa idea de la coherencia podría aparecer distorsionada. No faltan políticos –algunos ajenos al trajín real de la gestión de gobierno o a la militancia en partidos con estructura; no protopartidos, no cofradías- que la confunden con camisa de fuerza, con la sujeción a ideas fijas sobre el abordaje táctico de un problema, así las circunstancias cambien drásticamente. No advierten que eso sacrifica una cualidad de la gestión del liderazgo: la capacidad para adaptarse, para captar texturas en la “lógica de los hechos” y dar con estrategias que atajen el imprevisto. Maquiavelo habla de virtù, Isaiah Berlin de juicio político. En ambos casos la realidad es dato inobjetable.
Podríamos decir que la percepción de coherencia en el político depende en buena medida de que este evite la tentación de hacer promesas imposibles de cumplir o del todo ajenas a sus coordenadas éticas. De no confundir ese legítimo deseo de transformar la realidad con el voluntarismo propio y nada pragmático (locura, diagnostica Barbara Tuchman) de quien ignora una y otra vez la evidencia.
Eso tal vez explique por qué estudios como el de Datanálisis siguen registrando llamativos niveles de desconfianza respecto al liderazgo en Venezuela, escama por cierto bien estrujada por los paladines de la antipolítica. Aunque en principio la confianza pudiese implicar suspensión temporal de la incertidumbre, su reforzamiento -a diferencia de la fe incondicional en un dogma, propia de la religión- estriba en la constatación de resultados. Sin obras, no hay amores. Sin éxito tangible, la confianza y la esperanza caducan.
De allí la importancia de ser consecuente con el decir-hacer, en especial cuando el político ha cultivado la impresión de contar con el ascendente y los recursos para modificar lo que perturba. Lo otro es demagogia, manosear la expectativa ajena como si se tratase de una liga irrompible, permitirse la veleidad de afirmar una cosa hoy y otra mañana, negar tozudamente lo que todos perciben o peor, no dar explicaciones mientras el peso de la evidencia sepulta la oferta original. Acá lo reprochable no será haberse equivocado, no, sino no darse por aludido cuando voces críticas advertían el estrago que eso implicaba.
En país donde el poder fáctico sigue en manos de un régimen autoritario, donde la calidad de vida se desploma a ritmo de vértigo y nuevos retos electorales se asoman, la coherencia democrática de hombres y mujeres de acción es clave. Toca releer el momento con actitud amplia y sin prejuicios, de apelar a ese don para integrar “una enorme amalgama de datos en perpetuo cambio, intrincados, evanescentes, siempre superpuestos… demasiado entremezclados para atraparlos, clavarlos con un alfiler y etiquetarlos como si fueran mariposas”, según dice Berlin. Los cambios de timón que resulten de ese vidrioso examen no deberían pasar como “traición”, y sí como cabal ejercicio de juicio político.
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