Por: Jean Maninat
(A dos años de las revueltas en Chile)
¿Cuál es la metodología para medir la felicidad? ¿Cómo se sabe que un ciudadano va por la vida feliz como una lombriz? ¿Cuánto colma el espíritu que lo básico funcione: el agua, la electricidad, el metro, los supermercados, los museos? Si nos dejamos llevar por los medios de comunicación y las redes sociales, las sociedades que rozan el desarrollo son unas máquinas de producir seres humanos maltrechos, insatisfechos, indignados con su propia suerte de privilegiados en medio de un mundo de excluidos. ¿Qué mejor que destruir los símbolos de los logros de su sociedad y de ellos como beneficiarios para disipar su culpa? Candela, candela, yo quiero candela.
Digamos, balbuceando, y a riesgo de ser corregidos antes de terminar de teclear la frase, ni en las regiones más abandonadas de África, o de Asia, uno ve a sus habitantes destruyendo las escasas fuentes de agua potable, los escuetos sembradíos, las escuálidas tiendas de abastos, el fantasmagórico ganado que hace como si pastara en medio de la tierra seca, para protestar contra la inequidad del mundo y la malograda parte en el reparto de la torta que les tocó.
No hay quema de pateras en costas de África del Norte para protestar la dureza de las leyes migratorias europeas. Ni en Cuba se queman públicamente los teléfonos celulares como protesta por el racionamiento del Internet. Lo poco que se tiene, a duras penas, se valora y se cuida, sobre todo, si anuncia un respiro en la vida.
Pero no así en este continente que una vez fue inmensamente feliz antes de la madriza que continúa hasta nuestros días con los “eurogringros”. (Son los gringos que descienden de europeos, no confundir con los “afrogringos” que descienden de africanos, ni de los “latingringos” que descienden de, de… Rómulo y Remo, pero todos están algo sobresaltados).
Aquí, en la región, los indignados con la prosperidad destruyen -a nombre de la inclusión- los transportes públicos de la ciudadanía trabajadora, los bancos donde sus padres guardaron los ahorros para sus estudios, los parques de sus hermanos menores, las iglesias de los creyentes, los supermercados de todos, los liceos públicos donde estudiaron y pare usted de contar, o agregue algo más si es su gusto. La piromanía, vestida de progresismo y enaltecidos ideales de justicia e inclusión.
Los países emergentes apenas empiezan a sacar la nariz de las aguas estancadas del subdesarrollo, solicitan membresía en el otrora exclusivo club de la OECD, desoyendo la advertencia de Marx, Groucho, según la cual, “Jamás pertenecería a un club que me aceptase como socio”. En llegando les aplican el Coeficiente Gini y ya están de plano entre los últimos de la clase. Tanto nadar para morir en una estadística. Les falta imaginación.
Fíjense, podríamos instituir varios y especializados coeficientes de insatisfacción, de desigualdad: el coeficiente Nike, o Adidas, o Gap, dependiendo de la ropa que vistan -o desvistan- el día de la protesta, o el coeficiente iPhone, Samsung, Huawei dependiendo del smartphone con el que convoquen a sus allegados para quemar y pillar, o el coeficiente de imbecilidad biométrico que expresan sus muecas y aullidos cuando celebran las columnas de humo que sus acciones desataron.
O simplemente, el coeficiente cretino que reflejan sus rostros cuando, al final de la jornada, rememoran sus fechorías incendiarias resguardados en la seguridad amniótica que les ofrece el espejo incendiado de sus ensueños revolucionarios en el baño de papá y mamá, mientras su lumbre dure.