Publicado en: El Universal
“Los hombres, a veces, son dueños de su destino”, sentencia Casio en la célebre pieza de Shakespeare, “Julio César”. Su esperanza es que sus “débiles palabras/ al menos estas chispas saquen”: inspirar a Bruto para que, lejos de actuar como un prisionero de la circunstancia, se atreva a unirse al complot contra el déspota, a aprovechar la ocasión que allí prospera. Justamente: sobre ese forcejeo entre la voluntad humana y la antojadiza fortuna se han llenado célebres legajos, se han emprendido memorables reflexiones, y la lucha por el poder ha servido de excusa para alentarlas. ¿Hasta qué punto es posible domar el albur y evitar que la fatalidad nos aplaste? Abandonar el terreno porque el contexto no nos favorece, negarse a reconsiderar lo que ex ante se juzga como irrevocable, ¿no califica en el caso del político como la peor de las claudicaciones?
Imposible hablar de esto sin tropezar de nuevo con Maquiavelo, claro está. Su abordaje sobre la virtù -asociada a la eficacia, la pericia, la astucia, el aplomo- y cómo gracias a ella es posible resistir los embates del azar, deja referente insoslayable. Una virtù a la que no exime de valores, de paso. Al referirse a las maneras criminales de Agátocles, por ejemplo, tirano de Siracusa, carnicero del Consejo de los Seiscientos y falso restaurador de la democracia, el florentino afirmaba que no se podía llamar virtù al exterminio de ciudadanos, “traicionar a los amigos, carecer de palabra, de respeto… tales medios pueden conseguir poder, pero no gloria”. Sí: los medios, nos dice de algún modo, condicionan los fines.
Detectar los males con antelación, entonces, es cualidad que permitiría al político sacar jugo a los buenos vientos, atajar con éxito el infortunio o la incertidumbre, trasmutar lo adverso. Responder a esos cambios que no dependen del propio control y volverlos, dentro de lo posible, parte de un plan que se actualiza y afina a cada paso, remite a un balance crucial para la supervivencia. Una tarea fatigosa, seguramente. Una meta que exige estar en permanente vigilia, no dormirse en los laureles, no dar todo por sentado. No creer que el solo factor externo será lo que determinará la calidad del porvenir, omitiendo la pericia del capitán para, si hace falta, maniobrar en medio de la díscola tormenta y salir de ella lo más entero posible.
A propósito de tormentas, esta que azota a los venezolanos parece no tener fin. La crisis agravada por la pandemia aprieta cuellos, ánimos, bolsillos; según la consultora Ecoanalítica la inflación cerrará este año en 1.800%, eso en el marco de una contracción económica que, como anunció Cepal, es de -29,8%, la mayor de la región. El hambre gana terreno, la desafección cívica se recrudece, una oposición hecha trizas enfrenta su peor momento en 21 años y, contra todo pronóstico, el gobierno de Maduro sigue allí, en precario equilibrio pero aún aferrado con uñas y dientes al poder. El remate de un Annus horribilis, de un fallido itinerario que, irónicamente, se inauguró hace casi 2 años con las más altas expectativas, no debería sorprender tanto, sin embargo. Quizás debamos reconocer que en nuestro caso la fortuna fue sobrestimada y la virtù, en tanto capacidad para anticipar la dificultad, se consideró innecesaria. Cegados por el relumbrón del plan “A” pocos se detuvieron en la necesidad de considerar un modesto, realista plan “B”. Así, tras ver cómo mermaba el viento a favor y el pasmo sustituía a la disposición para responder a la contingencia, acá estamos. Mucho más debilitados, disgregados y expuestos que antes.
Es probable que las elecciones del 6D –cuya realización a nadie debió haber tomado por sorpresa- pongan otro frustrante broche a este periplo. Por un lado, una mayoría desmoralizada, rota, despojada de la certeza de su fuerza. Por otro, un sector opositor tullido por la dificultad híper-diagnosticada, que renunció a contener el desplome mediante una solución imperfecta pero con potencial: todo eso no anuncia sino pérdidas. La consulta popular operaría acá como gesto simbólico, que poco o nada ofrece como alternativa a la abstención. “Eso es lo que hay”, se dice, una chusca constatación tras pregonar que sobre la mesa se apiñaban las opciones. “Cuanto he tomado por victoria es sólo humo”, escribió alguna vez Rafael Cadenas. Con la aceptación del fracaso también habrá que trajinar.
Entonces, ¿hubo abundancia de fatalidad o déficit de virtù? Sería fácil echar toda la culpa a la Fortuna. Decir, por ejemplo, que lejos de ser la gentil diosa dispuesta a remover obstáculos y volcar su cornucopia, se ha mostrado inconstante y despiadada, tan capaz como siempre de convertir hombres en reyes y luego destronarlos, sin piedad. Nada de eso sería mentira, por lo cual no conviene depender de su sostén. Pero también es cierto que sus arremetidas no son irreversibles. La fuerza interior, la energía de la voluntad, la habilidad para actuar y decidir con determinación, la osadía, la técnica, el autocontrol, la originalidad y sabiduría práctica; en suma, “la capacidad subjetiva para superar obstáculos”, como afirma el filósofo argentino Tomás Várnagy, son algunos de los atributos que ayudarían a distinguir el rostro de la Ocasión -hija de la Fortuna- y esquivar la tentación de la renuncia a priori.
“Los hombres, a veces, son dueños de su destino”. Contra el determinismo y la profecía autocumplida (esos efectivos aniquiladores de los “milagros” políticos) será justo plantearse una eventual cruzada. Amén del poder real que el actor político está obligado a perseguir, no es menos urgente hacerse de un ímpetu y una flexibilidad que hagan menos vulnerable ese tránsito. Ahítos de fracasos, de abandonos, de claudicaciones, lo menos que podemos pedir es que los líderes asuman su responsabilidad con el largo plazo. Que antes de asegurar que todo está perdido o que la circunstancia engulló sus opciones, recuerden que cada recomienzo también pone en riesgo su propia permanencia.
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