Un paseo aparentemente superficial por el México del siglo XVIII, donde el protagonista es un dramaturgo español de la escuela de Pedro Calderón de la Barca, que partió a México y se dedicó al teatro como empresario y actor. “No se ha repasado un episodio menor, (…) porque permite sentir cómo lo que no es importante ahora lo fue antes, y cómo detalles a los cuales no se les da trascendencia en la actualidad, o solo se aprecian a medias, pudieron terminar en contiendas importantes para la vida cotidiana”.
Publicado en: La Gran Aldea
Por: Elías Pino Iturrieta
Como no tengo ganas de hablar de Rodolfo Hernández, entre otras cosas porque me parece impresentable, ni manejo con propiedad las ofertas de Gustavo Petro en su campaña electoral, prefiero no tocar ese tema de gran actualidad. Tampoco encuentro en la realidad venezolana de hoy nada de relevancia que me permita escribir algo que pueda tener utilidad, o cosas que no haya comentado en artículos recientes (https://www.lagranaldea.com/author/elias-pinoiturrieta/). De allí que vuelva hoy de lleno a mi rol de historiador de las mentalidades para refrescar un tema aparentemente trivial, que les permita pasar un rato sin agobios. Eso espero, por lo menos. Los invito, entonces, a un paseo aparentemente superficial por el México del siglo XVIII.
Los actores y los comerciantes tienen mala prensa en la Nueva España, debido a la influencia de la Iglesia. Los primeros invitan a la chanza y a la lujuria, y los segundos pueden manejar los dineros y los víveres de manera pecaminosa, según la cátedra sagrada. De allí el interés que puede tener la remota pendencia que hoy resucito, protagonizada por dos individuos poco estimados por la ortodoxia.
Eusebio Vela es un actor bastante reconocido y aplaudido en el ambiente mexicano de principios del siglo XVIII, pero su fama no guarda relación con sus caudales. Como la mayoría de los hombres de teatro en esa época, pasa muchos aprietos económicos. Apenas vive modestamente de su profesión, pese a que hasta un virrey poco dadivoso lo ha invitado a representar sus farsas en la Corte. Por eso acude con frecuencia a los prestamistas. Del comerciante que ahora forma parte de la vicisitud ni siquiera su nombre se conserva, pues solo aparece en los expedientes que el actor lo llamó “Francisquillo de mierda”. Los dos protagonizan un duelo que llega hasta los tribunales, cuyos funcionarios deben meterse en un quisquilloso alegato sobre convenciones sociales que hoy debe parecer insólito, pero que descubre el peso de los valores de la época.
“¿Cuál es el motivo de la sorprendente reacción?, ¿a qué se debe la furia?”
Como el actor adquirió una deuda con su acreedor, acude a pagar puntualmente una de las mensualidades. El acreedor la recibe obsequioso y extiende el recibo correspondiente, para que el deudor monte en cólera y comience a proferir insultos. ¿Cuál es el motivo de la sorprendente reacción?, ¿a qué se debe la furia? El comerciante escribe en el papelito que Eusebio Vela le ha pagado, sin agregar otra referencia, pero el pagador exige que lo mencione como don Eusebio. Como no es un cualquiera, merece el distintivo de Don con el cual la sociedad califica a las personas eminentes, argumenta en tono acalorado. Como no forma parte de la plebe, exige que la constancia de cancelación, aunque sea en el encabezamiento, señale el detalle que lo saca del montón y lo ubica en el lugar que merece. Pero el comerciante se niega, para que el pleito pase a la judicatura a mediados de 1727.
Eusebio, o don Eusebio, como quería que lo mencionasen, acusa de injurias al comerciante en una sesión que cuenta con público caudaloso, como si se tratara de una exitosa representación en las tablas de la ciudad, pero el comerciante se sale con la suya. Afirma, según consta en el expediente, que ha actuado con absoluta normalidad y sin ánimo de perjudicar al deudor: “… por ser tan público no debe por escrito darle otro tratamiento”. Ninguna ley lo conmina a “decorar el nombre de un cliente”, ningún mandato de la autoridad legítima, pese a que el contrincante disfruta de la fama de las comedias y los sainetes de moda, insiste “Francisquillo de mierda”. El juez le concede razón y da por terminada la querella, para que el individuo supuestamente injuriado monte en cólera y exagere los ademanes y las exclamaciones que le han hecho célebre. Pero, como se pasa de la raya en su rol, como no está ante un público entusiasta, el magistrado ordena su encierro en la prisión del barrio.
Y colorín colorado. Pero no se ha repasado un episodio menor, sino un capítulo que seguramente llamó la atención de los habitantes de la Ciudad de México en el Siglo Ilustrado, debido a la fama del querellante. También porque permite sentir cómo lo que no es importante ahora lo fue antes, y cómo detalles a los cuales no se les da trascendencia en la actualidad, o solo se aprecian a medias, pudieron terminar en contiendas importantes para la vida cotidiana.