Caracas revisitada – Francisco Suniaga

Caracas revisitada - Francisco Suniaga
Cortesía: La Gran Aldea

Hace unos días, exactamente año y medio después de mi anterior visita, volví a Caracas. La soledad de la capital no es una sensación ni un estado de ánimo ni es el resultado de una pandemia. Desde nales de los ‘90, ha sido un goteo incesante y la cuenta de los que se han ido no para de aumentar. Esa ausencia masiva, en particular de gente joven, ha dejado una pátina de grisura y tristeza que cubre a la otrora alegre, iluminada y trepidante Santiago de León. Ruego que sea cierto el cuento de William Niño y que el viento del este sople con toda su fuerza esta misma madrugada, se lleve la maldad que nos consume, y, bajo su inujo, Caracas vuelva a orecer.

Publicado en: La Gran Aldea

Por: Francisco Suniaga

Tengo un amigo que estudió en la extinta Unión Soviética desde finales de los años sesenta hasta 1971. Su padre era un conocido dirigente comunista y, como era habitual entre los camaradas venezolanos de aquella época, lo había enviado a cursar sus estudios superiores en Moscú, capital del imperio bueno (el otro, el malo, era Estados Unidos, por supuesto).Tras el proceso de división del PCV -que comenzó en Venezuela con las críticas de algunos de sus dirigentes a la invasión de Checoslovaquia en 1968 y terminó con la fundación del MAS- fue expulsado del alma mater de los obreros y campesinos del mundo, Universidad Patricio Lumumba, y de la Unión Soviética en represalia por el revisionismo de su progenitor. Se vio así forzado a volver a Venezuela y estudiar aquí.

En aquellos años, Caracas era una esta -olvídense de París- y los saraos universitarios eran muchos. Fue en esos tiempos alegres cuando le escuché una expresión para calificar un bonche muy malo al que habíamos ido: “Parecía un país comunista: gris, triste y frío”. Sarcasmo que a nuestro grupo de amantes masistas, lectores de Roger Garaudy y, como él, críticos a rabiar del comunismo soviético, nos causó gracia y fue celebrado con carcajadas.

Hace pocos años, a pesar de que ya la pesadilla comenzaba a sentirse, le hice una entrevista a un caraqueño como pocos, William Niño. Entre las cosas hermosas que me dijo, recuerdo una con absoluta nitidez: “Caracas es mágica”. Esa magia, me explicó, venía de su ubicación privilegiada, que la hacía beneficiaria de un fenómeno natural único: desde el mar Caribe, de más allá de Barlovento, a eso de las tres de la mañana comenzaba a soplar una brisa que entraba por el abra de Petare y limpiaba la ciudad. “Caracas se renueva así cada día”, me aseguró.

“Un dato duro de la realidad: La gente, cientos de miles de caraqueños se han ido, ya no viven aquí, y quizás nunca vuelvan”

Hace unos días, exactamente año y medio después de mi anterior visita, volví a Caracas. Una de estas tardes caminaba por Los Palos Grandes -donde tengo casa, que ya no hogar- y pasé por el café que solía frecuentar, Lonchy’s, cerrado desde que su gentil dueño, José Luis Tirado, se marchó a Madrid. Al ver absolutamente vacía y abandonada su terraza, donde fueron tantas las horas gratas y tantas e inolvidables las tertulias, sentí que la soledad que he percibido desde mi llegada, tenía ahí su fuente. Evoqué entonces la frase de mi amigo, despojada ahora de cualquier sarcasmo o jocosidad, con toda la carga trágica que siempre contuvo y que con irreverencia juvenil habíamos ignorado: qué gris, qué triste, qué frío nuestro país comunista.

La soledad de Caracas no es una sensación ni un estado de ánimo ni es el resultado de una pandemia que acaba de cumplir un año. Es un dato duro de la realidad: La gente, cientos de miles de caraqueños se han ido, ya no viven aquí, y quizás nunca vuelvan. Este éxodo no será comparable en proporciones a la emigración a oriente de 1814, cuando por lo menos la mitad de sus habitantes abandonó la ciudad, pero, desde nales de los noventa, ha sido un goteo incesante y la cuenta de los que se han ido no para de aumentar. Esa ausencia masiva, en particular de gente joven, ha dejado una pátina de grisura y tristeza que cubre a la otrora alegre, iluminada y trepidante Santiago de León.

Quizás, como dicen los historiadores, no sea este el peor momento de Caracas. Tal vez sea cierto, como aseguran, que nuestro desarrollo ha sido marcado por un caos constante y, durante ciertos períodos, violento, pero que hemos avanzado mucho como nación, y seguimos haciéndolo. Que las descripciones de visitantes como Robert Ker Porter, según las cuales, finalizada la Guerra de Independencia era una ciudad en ruinas, demuestran que Caracas se ha levantado de caídas anteriores. Quiero pensar que en un futuro, aunque no me toque verlo, volverá a ser lo que era, una esta, a la que no le sea aplicable el sarcasmo de mi amigo. Más aún, ruego que sea cierto el cuento de William Niño y que el viento del este sople con toda su fuerza esta misma madrugada, se lleve la maldad que nos consume, y, bajo su influjo, Caracas vuelva a florecer.

 

 

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