Publicado en: El Universal
La política -tan compleja por la responsabilidad que entraña, tan bien soportada a su vez por el sentido común- no emplea un único escenario para su ejercicio. La política y los políticos suelen operar como la curtida diva del Bel Canto sobre las tablas: dispuesta a arrancar aplausos, devociones y lágrimas, hábil para hacer del pathos el primer aliño de la identificación, para escarbar en el miedo y la esperanza, afectar el juicio de la audiencia y ponerla a su favor. He allí una cualidad de la entrega apasionada a una causa. Así que la de la política es una historia atada al espectáculo, la pompa, el ritual, el gran gesto. No en balde muchos políticos exitosos han sido también grandes histriones; y eso hoy no es talento menor. Más si se contempla que en el moderno torneo retórico residiría la clave de sublimación de la guerra.
Pero al margen del vivo nervio atizando ese vínculo con las multitudes, a la política también incumbe una dimensión a la que no accede el ojo público (ojo siempre ávido de emoción y espectáculo, el del observador excitado por el sudor y la sangre de los gladiadores). En esa zona ajena al tremendismo, al infotainment y la potencial banalización, cuya acción transcurre tras bambalinas, se mueven con holgura el ethos (que remite a la credibilidad, la confianza) y el logos, la palabra usada como arma de la persuasión dialéctica. Esa es arena que realmente habilita la puja civilizada entre encarnizados adversarios o entre cófrades con perspectivas distintas. Aquella donde se impone la conciliación de lo que parece irreconciliable, la de la negociación de los intereses y acuerdos.
El sentido de la realidad quizás pesa más en esa franja de aterrizaje forzoso que en la del histrión. Convengamos en que a menudo, y aunque no sea algo éticamente deseable, no pocos políticos enterados de la ferocidad del gran auditorio optan por hacer piruetas sobre la cuerda floja de la verdad. O de recrear una propia, capaz de vivir al margen de lo factual, una posverdad cosida a punta de emocionalidad, promesas y desiderátum. Pertrechos estos, por cierto, del resbaloso “wishful thinking”. Verdad y política, nos recuerda Arendt, nunca se llevaron demasiado bien. En la relación con el líder carismático, por ejemplo, prevalece la necesidad de escuchar lo que se desea escuchar, no lo que es; y esa resonancia afectiva es justo lo que condiciona la efectividad de su discurso. Pero, ¿qué ocurre cuando se disipa esa sombra, la de la guillotina de las grandes audiencias?
No es ilógico suponer que lejos del griterío mediático, de las ovaciones a sala llena o la brutal interpelación del homo-redes, los caminos hacia la búsqueda de una verdad consensuada deberían hacerse más nítidos. El problema surge cuando, lejos de procurar esos potenciales espacios de sosiego y realpolitik, empieza a importar más el compromiso con la propia verdad que con la común. Cuando, fruto de la embriaguez personal, taras como la falta de mesura y de responsabilidad corrompen el intercambio. En una polis desvirtuada, sin solares concebidos para la convivencia y avasallada por el hard-power, las anómalas claves de la antipolítica desbancan a las del deber-ser, se extienden como hiedra. Truecan el valor en antivalor, torvo engranaje de la no-sociedad. Lo político queda sometido al arbitrario pulso que impone la gran audiencia, y la relación con el demonizado antagonista, reducida a la abstracción y la etiqueta simplificadora.
No hay virtud política en la praxis que prescinde del otro, que aspira a exterminarlo, real o simbólicamente, hay que decirlo una y otra vez. Pero luchar contra el hábito caníbal no deja de resultar muy cuesta arriba. En la era de la vedetización del líder, del vaciamiento de contenidos para dar prioridad a la forma, al aplauso irreflexivo o a la “boutade” sin trascendencia, la adopción de la receta de unilateralidad de los extremismos (más pendientes de cosechar retuits o posicionar slogans en redes que de bregar con la dificultad del “vis-à-vis”) es también una tentación constante.
Aún conscientes del envión identitario y legitimador que resulta de exprimir “L´animo in Piazza” del que habla Maquiavelo, hay que advertir que, mal calibrado, este puede producir espejismos. Torear esos mareos, reconciliarse con la posibilidad del logro real aunque imperfecto, es también tarea que incumbe al ciudadano. Una cosa es no renunciar a la dimensión antagónica de lo político, las batallas simbólicas, las candelas de lo público. (“Para los moderados, la popularidad es un mal necesario”, lanza con retintín uno de los personajes de la serie de televisión danesa “Borgen”). Otra, muy distinta, bregar en privado para cimentar la confianza, el reconocimiento, el vidrioso esqueleto que dará sostén a la solución política.