Publicado en: El Nacional
Por: Carolina Espada
A Olga Cecilia se la llevaron para Choroní y “en llegando” tuvo su primer encuentro con una taza de chocolate. Pero uno de verdad-verdad. Tanta cultura chocolatera, tanta gastronomía empalagosa, tantas décadas dedicadas a la degustación y venir a descubrir eso tan extraordinario, perfumado, aromático y gustoso a los ochenta años. Un solo sorbito y se le despertaron los sentidos. Otros sentidos. Sus brazos como que querían respirar ¡y estaban respirando!; la espalda se le animó y emitió unos soniditos de placer, algo así como un ronroneo de gato, pero marino y lleno de escamas de oro; las rodillas comenzaron a oír y comprendieron, clarito, la conversación de unas hormigas con un sapo Príncipe, algo introvertido por cierto. Muy buenmozo, pero timidísimo él. Varias canas le latieron y se le volaron con una ráfaga de aire que venía de la montaña. Las orejitas le aletearon y sintieron cosquillas de besitos, mientras que el olfato se le deshilvanó en una melódica carcajada. Y la vista… eso le cambió, ahora los pájaros eran más azules, infinitamente azules, pero azul insólito, azul destello, azul así-es-que-es-el-azul, azul sol; y los petalitos rosados que alfombraban la veredita que conducía al río, eran rosa fosforescente, rosa prendida, rosa apasionada, rosa que brilla en el día y bajo la luna. Y hasta la piel se le transformó, la percepción… a Olga la metieron en un pozo de agua helada, con una cascada ahí a la derecha como adorno perfecto, y no se congeló. Se tocó el cuerpo y lo sintió como un hielito, pero con una fogata por dentro. Y ella, que no sabía nadar, se sumergió en lo más hondo, abrió los ojos y vio luciérnagas de cristal bailando un vals.
Con el segundo sorbo, Olga recordó todo lo bueno que le había pasado en la vida: su abuela, la consentidera y las golosinas; lo maravillosa que fue su mamá; sus amigas, cercanas o lejanas, pero siempre presentes; los viajes alrededor de medio mundo; las maletas llenas de regalos; las películas vistas en los “Martes Selectos” y la columna de Alejo Carpentier –“Letra y solfa”- en donde él se las recomendaba con acierto, cultura e hilando sujeto, verbo y predicado como quien borda un pañuelo para su madre adorada. Olga también se acordó de los museos visitados; los libros leídos; Margot Fonteyn danzando con Rudolf Nuréyev y los más grandes ballets que le quitaron el aliento; las recetas inventadas; las comidas saboreadas y el helado de regaliz; las anécdotas tan divertidas que casi había olvidado; la gente que amó y la que seguía queriendo, y pensó con un suspiro en mi papá que la complació en todo lo que quiso.
Al terminar la taza de chocolate, se sintió muy feliz. Sencillamente feliz. Allí estaban sus dos hijas con ella, comenzando a celebrarle el mes de su cumpleaños. Nada como el cacao caliente y estar rodeada de tan genuina admiración y de tanto amor.