Publicado en: El Universal
¿Ser leales a las prácticas democráticas, aunque se esté inmerso en un régimen no-democrático? El dilema no ha dejado de azuzar a los venezolanos, ni dejado de asomar desafíos para una oposición que, tanto en lo prescriptivo como en lo operativo, está obligada a distanciarse de los modos autoritarios y excluyentes del gobierno. No hay pantano más fullero que la presunta legitimidad que fines virtuosos endosarían a medios éticamente cuestionables. Allí, nos consta, prospera el germen de la autonegación, la pérdida de límites entre la propia ambición y la del adversario, ya de por sí desbordada.
“Cuando el gobierno es el caos, la oposición debe ser el orden; cuando aquel es violento, debe proponer la paz; si viola la ley, debe representar al Estado de Derecho”, recuerda Carlos Raúl Hernández. Un ejercicio tenaz de equilibrio y autorregulación, sin duda. Los esguinces de los últimos años, el enajenamiento identitario, dan cuenta que cómo el remedo distorsiona valores que inspiran el deber ser democrático, aquellos destinados a cristalizar en una praxis nunca libre de tensiones y yerros, sí, pero modulada por una irrebatible teoría. Como advierte Sartori, lo que la democracia sea no puede separarse de lo que la democracia debería ser. Para los ciudadanos, sujetos deseantes y aún así proclives a la elección racional (no simples creyentes) apreciar esa coherencia en la oferta política es vital. Porque, ¿cómo confiar en actores cuya contradictoria conducta los vuelve no sólo borrosos, no sólo indistintos respecto a sus demonizados rivales, sino del todo impredecibles?
Las preguntas surgen a cuenta de lo que aparentemente ya es una decisión tomada por parte de un sector opositor, el vinculado a la Plataforma Unitaria. Saltándose alertas y cuestionamientos, todo indica que el plan de convocar elecciones primarias intra-oposición en nombre de la auctoritas de una alianza hoy desmembrada -la MUD- seguirá desplegándose, contra todo trance. Contra el hecho, incluso, de que más allá de asuntos como la disputada representatividad o las discrepancias doctrinarias, la renuencia a sentarse a hablar con el otro es literal.
Aun con tan estrambótico arranque, cabría preguntarse por las características y alcances de un plan que pide consensos mínimos. En el mejor de los casos, se trataría de promover el ensayo de una elección libre y competitiva, crear una “burbuja” democrática operando en ese contexto no-democrático que, muy probablemente, seguirá vigente en 2024. Un proceso que, de entrada, no estaría exento de tanteos erróneos, de pujas intensas, del conflicto y la confrontación agonista que distingue la construcción colectiva de respuestas, siempre susceptibles de revisión. No se puede temer a esa imperfecta índole, sin embargo. “La única virtud esencial de la democracia es el amor por la incertidumbre”, señalaba Hirschman, y sobre ese punto importa alinear expectativas. ¿Cómo manejar la pluralidad para que esta sea anticipo de un proyecto de reforma política profunda; una que no sólo implique hacerse del poder, sino instaurar un gobierno sustancialmente mejor?
Si la idea es demostrar que hay compromiso con otra manera de hacer las cosas, asegurar el potencial inclusivo de estas acciones no es asunto menor. En este sentido, conviene recordar las observaciones de Anthony Downs. La calidad de la dinámica democrática, dice, emerge de un proceso competitivo que se funda en la interacción de la libre oferta de los partidos y el derecho de los votantes a participar en una elección exenta de coacciones (esto es, expresión del poder para gobernarse a sí mismo y escoger a quien se delegará ese poder). Aun eludiendo modelos “normativamente ambiciosos” a fin de priorizar lo posible frente a lo deseable, cuando los partidos compiten bajo el paraguas de estas saludables premisas se activa la infraestructura institucional de la democracia. Justo ese déficit que prevalece a nivel macro es lo que tocaría revertir en el lote de terreno que ocupa una fragmentada oposición.
Cómo conducirse para evitar que esa competencia cancele la normatividad democrática, algo que un utilitarismo anti-ético terminó justificando en su momento: esa es una prioridad. Allí, la calidad del liderazgo político -su intervención eficaz, sus extravíos o su trágica dejadez- sigue siendo medular. Si las condiciones formales que dan sustento a la dinámica democrática, como anunciaba Schumpeter, determinan el desarrollo de competencias que ostentarán los líderes, podríamos estimar que una situación no-democrática escamotearía esa irrupción. La clave entonces es apuntalar ese valor contextual mediante mecanismos que aseguren no sólo el reclutamiento de los agentes mejor dotados para la tarea en cuestión. También el dinamismo y flexibilidad en la toma de decisiones, la autodisciplina democrática que sirve de dique contra la corrupción, el aprovechamiento de lo políticamente diverso, la capacidad para sintetizar visiones opuestas y facilitar el relevo cuando sea necesario.
Quizás ese ejercicio de democracia competitiva supone renunciar a la comodidad de ciertos atajos procedimentales; de imaginar estructuras más idóneas, más inclusivas. No sólo más simples y expeditas. La racionalidad implícita en sistemas donde prevalece esta lógica, lleva así a detenerse en la dificultad que entraña no anular las pretensiones del deber ser; la “utopía concreta” expresada en equilibrios que permiten acoplar las complejas demandas ciudadanas y las ofertas electorales, el alma pragmática y el alma redentora de la democracia (M. Canovan). Para eso es indispensable una competencia que, más que a los contendores, conceda tribuna a las propuestas que ellos encarnan. Sobre las últimas, por cierto, hemos tenido muy pocas noticias.