Publicado en: El Universal
Imaginar que se retorna al blando mundo de la infancia es siempre tentador. Los mimos, el cuidado amoroso de los adultos; la satisfacción del capricho, el “Yo” en goce perenne, el deseo desplegando alas, exigir sin tener que dar. No hacer, más bien ser. Esa sospecha de que la muerte es ficción por proscribirse: un edén precario para quien resiente el peso de la adultez, la obligación de canjear el no-compromiso y la afición al instante por la consciencia de que el propio destino es obra que atañe a sus protagonistas. Crecer puede ser tránsito doloroso, sí, más en contexto que al sofocar al pensamiento crítico y la autonomía, lleva a presumir que lo mejor es que otros se apropien del locus de control que se nos hizo esquivo.
Asimismo ocurre con las sociedades. Azuzadas por la tiranía de lo banal, por la percepción de que el pasado es lastre y el futuro demasiado difuso para merecer angustias, las dinámicas colectivas han terminado siendo botín de la regresión inducida, una que hoy parece hecha a la medida del marketing. “La ausencia de voluntad y razón, es decir lo infantil, se ha convertido en el estado ideal del hombre“, advertía Milan Kundera, afligido por el barrunto de que la negativa a subir el próximo peldaño nos hace más vulnerables a la opresión. “La historia es terrible porque con frecuencia se convierte en un escenario para el jovencito Napoleón, un escenario para masas fanatizadas de niños, cuyas pasiones copiadas y cuyos papeles primitivos se convierten de repente en una realidad catastrófica real”.
La política, claro está, vive vapuleada por esos extravíos, engatillada por el ricorsi. De allí la importancia de repeler esa suerte de refrito del Cesarismo Democrático inmerso en el neo-populismo, la tesis de que hay pueblos “inorgánicos” incapaces por naturaleza de bregar con sus rasgos y demandas; rebaño humano (Taine dixit) necesitado de guía con verbo de fuego y “mano de hierro”. He ahí el caudillo, un padre autoritario que en vez de apelar al democrático trabajo en equipo o al razonado convencimiento para comunicar decisiones al ciudadano que supone dotado de sentido común, termina despreciándole, silenciando o propinando la nalgada simbólica. Ladinas figuras que como Chávez, chapotean al mismo tiempo en los lodos del chantaje emocional, el asistencialismo y las dádivas, sellando así el círculo vicioso de la dependencia.
La evolución obliga a urdir el contraste, la respuesta dialéctica que corte el paso al alud contrario a la razón. Esto es, una conducción distinta e inflamada de sentido de responsabilidad, gestores de la sana crítica, capaces de agregar valor a la relación con otros ciudadanos. Líderes dispuestos a abrazar la realidad con todo y sus espinas, pero también con sus desafíos, la oportunidad para la propia mejora; seguros de que replicar los mohines de la tribu, sus apegos totémicos, su pensamiento mágico, sólo perpetuará la infantilización.
El aprieto surge cuando un liderazgo llamado a curar el trastorno y promover cambios de mentalidad, se contagia del mismo mal que combate; y opta entonces por fundirse en los ardores de la rabieta general, ser promotor no de la forja a largo plazo, sino del fogonazo, el “ya”, el todo-o-nada. Pasa en una Venezuela que se volvió terreno fértil para la precipitación, para el narcisismo disfrazado de voluntad de todos, justo en momentos en que más urge asirse a la sensatez, calcular, hacer como Odiseo: héroe que al tanto de su propia debilidad pide ser atado al mástil de su nave, a fin de resistir el convite al suicidio que entonan las sirenas.
El vistazo a los últimos años topa así con majaderías trágicas como la abstención de 2005, “La salida” y sus reincidencias, 2014, 2017; la justificación del despecho y su marasmo, la merma del potencial electoral. Otra vez el llamado a ignorar la evidencia para refugiarnos en el cómodo efugio de la no-elección, el “así no quiero” de 2018, o el afán en 2019 por invocar fuerzas que no tenemos, dinámicas que no controlamos o “good samaritans” con avideces propias. Sumemos a eso la manía de inflar el bonito globo de la expectativa y retozar con él, sin temor al reventón; el avivar los humos de una “coalición internacional liberadora” que nadie patrocina, o aclarar que se negociará siempre y cuando el altanero mandamás primero acepte rendirse. Todas “soluciones” que lejos de sintonizar con el inusitado despliegue de madurez de 2015, revelan más bien una peligrosa tendencia a creer que es la pueril porfía y no la acción sobre la descarnada circunstancia lo que al final motorizará el cambio.
Ante el inminente aterrizaje que anuncia la defensa electoral del parlamento en 2020, por cierto, no valdrá otro “boto tierrita y no juego más”. Acompañar a una sociedad hostigada por sus chuscos demonios, no supone alcahuetería y sí juiciosa exhortación a leer el momento, a mirarlo también en perspectiva. Ojalá el exigente reto de crecer juntos no despiste a un liderazgo que más que popular, está obligado a ser efectivo.
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