Por: Jean Maninat
Quizá sea un espejismo óptico, sonoro y del medio ambiente, pero desde que Trump ha desaparecido de las redes sociales y de los medios de comunicación el mundo parece más límpido, más armónico, menos tóxico. Nos habíamos acostumbrado a convivir con sus chabacanerías, sus atropellos, los decibeles de su altanería, la profundidad de su ignorancia, su desprecio por quien no fuera blanco, gringo, y de preferencia WASP, y su inagotable capacidad para mentir. Y hubo quien lo admiró, y todavía lo admira, y probablemente llore su partida de la Casa Blanca. Desde este lado del muro en la frontera… “ni madres bato”.
Como quien hojea Hola -vamos, todos lo hemos hecho alguna vez- asistíamos al espectáculo de una tribu nepotista que pretendía entronarse en el Gobierno para de paso avanzar sus intereses económicos y los de su entorno. El Estado somos nosotros parecían presumir mientras se aprovechaban de los bienes de la nación -desde aviones y helicópteros para desplazarse los fines de semana a sus mansiones, hasta Coca-Colas y hamburguesas a granel para el jefe- y echaban las bases de sus futuros negociados en otros países, o favorecían los ya en marcha, en medio de un lujo ramplón y narcisista. Mario Puzo con escenografía de Liberace.
Algo mucho más nefasto dejaron sembrado: la intemperancia, la división y la emergencia desembozada de un “nuevo” supremacismo blanco, pero igual de estrafalario y letal que el KKK y of all things in the family, un antisemitismo capaz de exhibir sobre una calavera y tibias cruzadas el terrible lema que recibía a los prisioneros en el campo de exterminio de Auschwitz: “Arbeit macht frei”, (El trabajo libera). No, no es una provocación traviesa y no debería ser olvidado.
El 20 de enero de 2021 será recordado como la gran fiesta del retorno de la democracia y el espíritu republicano. Ver precisamente en el Capitolio -unos días antes salvajemente violentado- la confraternidad y respeto entre jueces, políticos, legisladores, expresidentes, celebrando y reconociendo la elección democrática de alguien -independientemente de su filiación partidista- fue una muestra de que a pesar de la fragilidad inherente a la democracia, ésta puede salir airosa ante los embates de quienes la niegan.
Y además ese día, como de ñapa, nos regaló el portento de Amanda Gorman punteando con los dedos su joven poesía y hasta pareció que se escaparía volando ante nuestros ojos. Pura dicha haberla visto y escuchado.
Joe Biden fue denostado, ridiculizado, burlado y atropellado (¿recuerdan Sleepy Joe?) por el ex y sus seguidores. Los de nuestro terruño gritaban ¡púyalo! y botaban espuma por los oídos, narices y bocas y soñaban invasiones mojadas. En el club mundial de mandamases se frotaban las manos pensando lo que la continuidad haría con el tembloroso prestigio norteamericano. Con Trump también ganaban ellos.
Pero no, y ya es historia, Joe Biden, el servidor público con casi medio siglo de experiencia en el Big Belt como senador y vicepresidente, ganó el voto popular y el Colegio Electoral. Quienes lo tildaban de “político profesional” por querer descalificarlo, obviaban que había sido reelecto senador durante cinco períodos consecutivos por sus constituyentes de Delawere. Electo y reelecto luego vicepresidente por el dedo democrático de sus conciudadanos. Una honrosa carrera política, nada de lo que avergonzarse.
A veces la decencia triunfa.
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