Bachata en la esquina de la Duarte y el bulevar – Soledad Morillo Belloso

Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

  1. Calle Duarte. Esquina con el bulevar. Hacia las cuatro de la tarde. Congestionado el casco histórico. Buena señal. Luego de meses de claustro, Santo Domingo de Guzmán, la ciudad primada de América fundada el 4 de agosto de 1496 por Bartolomé Colón, hermano del gran almirante, revive, de a poco. El calor amaina. En esas callejuelas, que tanto han visto y mucho verán, una brisa suave seda las angustias acumuladas.

Santo Domingo tiene algo indescriptible. E inexplicable. Dicen que en cada muro centenario, en cada balcón preñado de flores, en cada portal de iglesia, hay versos de ensoñación. Busco las palabras. Trato de armar las frases que permitan traducir lo que ella hace sentir. Hurgo en el diccionario. Las palabras de nuevo cuño no sirven. Hay que sumergirse en la historia. Y pensar en que con la fundación de esa ciudad nació para los descubridores eso que dieron en llamar sus sueños de ampliar el mundo, de armar nuevas escrituras de futuro.

Vamos lento. Fijándonos en los nombres de cada calle. Al fin, lo vemos. Ahí, en la esquina. El establecimiento data de muchos más años de los que la memoria de los lugareños recuerde. Entramos. Dos hombres, de edad indefinible, lían tabacos mientras tararean bachatas. Manos encallecidas, pieles ajadas como pergaminos antiguos, rostros que muestran maestría en el oficio. En ese quehacer hay arte. A ese comercio con aroma a siglos, llegamos guiadas por la virtud del respeto. Allí encontramos lo que tan afanosamente buscábamos: un “humidor con un cuento”. Que no era cuestión de simplemente conseguir en una elegante tienda de cigarros un artefacto de fina marca pero sin vetas de historia. Eso hubiera sido costoso, fácil y tan, pero tan aburrido. Y a esta edad el tedio resta emociones y hay que huir de él como de la peste.

La caja de madera y vidrio que el dueño saca de lo más alto de un estante muestra señas de uso. Quién sabe cuántos años ha estado ahí, arrumao, esperando renacer. El hombre le quita el polvo. Nos lo muestra. Una caja de ensueño. En ella se han guardado cigarros con autenticidad. No es un perol de fabricación en serie. Una pequeña placa de bronce indica un año, 1915, y una marca, Thompson. La madera denota años de uso y seguramente algunas caídas. Acaso los tropiezos de sus dueños. Uno puede imaginar que pudo haber pertenecido acaso a Bosch, o hasta quizás a Porfirio Rubirosa.

Negociamos el precio. Hay que hacerlo. Forma parte del disfrute. Conseguimos rebaja de la cifra inicial. Y que agreguen una caja de tabaquitos. Uno de los liadores toma un puñado de hojas y los mete en la caja. Le ha dado así más prestancia, un toque todavía más personal.

Los primeros cultivos de tabaco realizados por los españoles ocurrieron hacia 1530, en territorio de Quisqueya de Santo Domingo, esa que en los mapas de los navegantes fue marcada como La Hispaniola. Ya los taínos sabían de su cultivo y trato. Bartolomé de Las Casas hace, en su Historia de Indias, la primera mención a la adicción de europeos al tabaco:

“Españoles cognoscí yo en esta isla Española, que los acostumbraron á tomar, que, siendo reprendidos por ello, diciéndoles que aquello era vicio, respondían que no era en su mano dejarlos de tomar; no se qué sabor ó provecho hallaban en ellos”.

Ahora este humidor, desempolvado y salvado de años de silente reposo, sumará nuevos cuentos, nuevas anécdotas. Acompañará los sueños que sobre las páginas de historia escribirá su nuevo dueño.

Afuera, en la vereda, un hombre sentado en un banco, apura un trago de una botella de ron y canta: “Dime si me va a querer, soy hombre de poco hablar, Consuelo, no tengo na’ que ofrecer, un conuco, un gallo y un lucero…”

 

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