Publicado en: El Universal
Para mi admirado amigo Eduardo Jorge Prats
Una revelación para mí volver a Antígona de Sófocles, leída la última vez hace muchos años por su belleza literaria, sin captar entonces parte de la profundidad ética, política y la exaltación al “acto in jus concepta” del poder, vigentes aún transcurridos 2500 años. La tragedia ática, Esquilo, Sófocles y Eurípides, resplandece en el siglo V a. C en la Atenas de Pericles. Hoy mera diversión previa a cenar con apego a unos vinos, para los griegos el teatro era actividad esencial en su formación ciudadana, política. Para comprenderlo, basta un dato. De los lugares más sagrados de Grecia era el santuario de Delfos, un complejo formado por el stadium, los templos de Apolo y Dionisio, el espacio para la Asamblea… y el theátron.
La tragedia (y la comedia) era de las más importantes instituciones de la polis, que promovía debates y respuestas sobre el ser y el deber ser, orientaba críticamente la opinión pública. Era la catarsis, término médico, para librar al alma de pasiones dañinas al analizar la vida de los hombres, el destino, tiké, las conflictivas relaciones entre ellos y con los dioses. Antígona decide enterrar a su hermano Polinices, contra una decisión brutal de su tío, el rey Creonte, quién ordena dejar pudrir el cadáver a la intemperie, como castigo por levantarse al mando de tropas extranjeras, argivas, contra Tebas, su propia ciudad. Tal cosa ocurre porque Teocles, el hermano de Polinices, incumplió el acuerdo de alternabilidad entre ambos y usurpa el poder. Se matan mutuamente en combate, asume Creonte el trono, y en siniestra venganza por la apatridia, dictamina que al cadáver del sobrino sea alimento de perros y zopilotes. Y a quien ose sepultarlo, lo sentencia a muerte.
Capturada luego de violar el mandato real, comparece Antígona ante Creonte, quien la condena a que la entierren viva, pese a ser su sobrina y novia de su hijo Hemón. Valerosa al extremo, Antígona responde altivamente al rey: “lo hice, no niego nada. Tus edictos no pueden estar por encima de las leyes no escritas de los dioses, que son para la eternidad”. Se lamenta de que a su edad (14 o 15 años) no conoció el amor. “Puedo enfrentar la muerte, pero no dejaría a mi hermano sin sepultura” y comienza una secuela de horror y sufrimiento para Creonte, los suicidios terribles de Antígona, luego de Eurídice y Hemón, esposa e hijo de Creonte. Incontables debates filosóficos, jurídicos y morales, algunos muy necios, giran en la modernidad sobre la acción de los protagonistas.
Unos resaltan la condición tiránica y torpe de Creonte, y otros lo justifican “porque el día siguiente de una invasión extranjera no podía mostrar debilidades”. Otros culpan a Antígona de temeraria al enfrentar inútilmente el poder, aunque en defensa de leyes trascendentes que ni los reyes podían desconocer, como le señala su hermana Ismenia. Enterrar los cadáveres era requisito para que sus almas pudieran ingresar al Hades, el mundo subterráneo, y de no hacerlo quedarían vagando eternamente. Además, las aves de rapiña trasladaban pedazos de carne putrefacta a los altares, y los dioses airados rechazaban los sacrificios, como le grita el visionario Tiresias. La profanación del cadáver era un arranque de odio y no de justicia, porque enterrarlo no ponía en peligro a la ciudad.
Otros acusan a Creonte de hibris, soberbia, desmesura del poder por irrespetar la ley no escrita de los dioses, pérdida autocontrol, “salirse de sus casillas”. La heroína defiende derechos que según la tradición iusnaturalista, están por encima de otras leyes y más aún, de las disposiciones tiránicas. Para no controvertir sobre iusnaturalismo y iuspositivismo, los consagran la Declaración de Derechos de Virginia (1776, la Constitución norteamericana (1787); y la Declaración de los Derechos del hombre y del Ciudadano (1789) decreta que… “La finalidad de cualquier asociación política es la protección de los derechos naturales e imprescriptibles del Hombre… la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión”. Kant les da un fundamento no metafísico, pragmático cuando prescribe que hay que proceder como si cada acto de nuestras vidas fuera a convertirse en ley para toda la Humanidad.
Antígona defiende la constitución por encima de la eventual sevicia de un déspota contra leyes no escritas. Sófocles deja enfáticamente claro que Creonte es un político rígido e imbécil. Sus asesores insistieron sobre lo grave del crimen contra Antígona, y su hijo Hemón suplica por ella con argumentos políticos sobre los efectos públicos de violar la ley divina. El pueblo tebano estaba en favor del perdón y Tiresias lo advierte estremecedoramente de la desgracia que lo aguarda. Sófocles no deja espacio para dudas, porque Creonte se retracta de su torpeza, pero ya la siniestra maquinaria de muerte se había desatado. Y la catarsis, la reflexión deja claro que la brutalidad de Creonte causo la orgía de sangre, sus propias, terribles, destrucción y desgracia. Al final, arroja la corona y sale solitario de la ciudad. Por eso cuesta entender el rebuscamiento de algunos críticos o hipercríticos, para concederle “razón de Estado” a un déspota criminal y fracasado, azotado como merecía por el máximo poder.