Por: Jean Maninat
En su novela, Anatomía de un instante, Javier Cercas describe el momento en que un gilipollas y apoyado teniente coronel apellidado Tejero irrumpe en una sesión del Congreso de los Diputados para detonar -pistola en mano- un golpe de Estado en España, acabar con el saliente Gobierno de Adolfo Suárez, y regresar a la era franquista.
En el hemiciclo se encuentran Suárez y su vicepresidente, el capitán general Manuel Gutiérrez Mellado, ambos recién desvestidos de sus trajes de altos personeros del ancien régime-, se interponen en la entrada del hemiciclo e increpan al payaso con tricornio y su tropa -con el perdón de la guardia civil y todo aquel que haya portado tricornio- y se desata una balacera al aire donde saltan los frisos del techo, y la mayoría de diputados se zambullen en el suelo para salvaguardar su persona y el destino balbuciente de la democracia en España que residía en ellos. Sólo Suárez y Santiago Carrillo, entonces Secretario General del PCE, se mantienen a flote en sus curules mientras el vicepresidente forcejea con el intruso y sus rufianes.
Los implicados en el complot militar estimaban tener en su puño a quienes suponían consustancialmente vinculados al franquismo, incluyendo al joven monarca, Juan Carlos I, coronado a dedo por el mismísimo Franco. Pretendían que gracias a su apoyo, el bostezo provinciano del franquismo siguiera embotando a la sociedad y evitara el destape que empezaba a bullir en las catacumbas de las pícaras ciudades españolas. ¡Si vas a Calatayud, pregunta por la Dolores!
Pero lo cierto es que el joven monarca, frente a la duda de tantos que decían que volteó la mirada al suelo, que la esquivó de lado, la dejó navegar en el vacío, por el contrario, condenó a los golpistas, cambió la historia de Europa, y por eso debe ser recordado, más que por sus desvaríos otoñales. ¿Qué pudo haber parpadeado? Hesitate, como dicen sus primos británicos. Es probable, pero nunca como en esta Capitanía General donde sus principales cayeron de bruces frente al galáctico dispuestos a lo que fuera, con tal de ser reconocidos por el militar golpista.
Las Casas Reales son cada vez menos linajes atrincherados, cotos protegidos, son espacios al descampado gracias a las redes sociales y la necesidad de retroalimentarse en su morbo millonario. (¿Quién, en el pasado reciente, no ha disfrutado leyendo Hola en el retrete como si de Proust se tratase?). Los espiamos con insana envidia y en el fondo, fondito, nos gustaría departir con sus miembros.
En el transfondo contemporáneo, importa mucho lo que hagan, son espectros virtuales (alguna vez estatuas de museos de cera), constituyen una industria que vive de los bisbiseos sobre princesas nobles liándose con plebeyos guardaespaldas o profesores de tenis, herederos enlazándose con plebeyas sudacas, o alguna heredera con suerte pescando a un rico industrial en búsqueda de lustre nobiliario.
(Mire que pertenecer a una Casa Real, sufragada por el bolsillo de los contribuyentes, algún celibato debería ameritar para retornar el esfuerzo de los comunes para mantenerles el tren de vida).
En esta plebeya columna mucho admiramos la figura histórica de don Juan Carlos I, y guardaremos su memoria como gestor de la transición democrática española y su incorporación a la modernidad europea. La progresía ya dictó condena sumaria y ha salido a por él con sus mastines jadeantes y sus antorchas encendidas. Es otro paso en su intento por desmontar la monarquía parlamentaria española desde adentro. A rey caído…
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