Publicado en: El País
Por: Antonio Muñoz Molina
En el discurso de Trump del pasado miércoles, con el gesto mussoliniano, la muchedumbre rugiendo y las banderas al viento, está contenido todo el vendaval terrorífico y grotesco del asalto al Congreso
A su alrededor las banderas ondulaban al viento helado de enero en Washington, pero el peinado de Donald Trump apenas se estremecía, ni siquiera cuando gesticulaba alzando la voz enronquecida con una furia en la que había una parte de histrionismo de comediante cínico. Durante una hora y 13 minutos estuvo hablando sin parar, sin consultar ningún papel, sin progresar en ningún argumento, dejándose llevar en un monólogo que cambiaba a cada momento de dirección, aunque volvía una y otra vez, con obcecación maníaca, a unos cuantos latiguillos verbales, a pasajes de burla o parodia, a superlativos megalómanos, a cataratas de cifras a la vez detalladas y delirantes, que brotaban atropelladamente de su boca contraída en una perpetua mueca de narcisismo jactancioso y contrariado. Desde un podio adornado con el sello de la presidencia, contra el fondo solemne de la Casa Blanca, Trump desgranaba fantasías que iban más allá de la simple mentira para despeñarse en la locura. En Pensilvania el número de votos emitidos había superado en 205.000 al número de electores legales. Centenares de sacos llenos de votos habían aparecido en un parque. Nebulosos enemigos estaban planeando derribar el memorial de Jefferson y tal vez también el de Lincoln. Menores de edad, extranjeros indocumentados, muertos que llevaban años en los cementerios, habían constado como votantes a favor de Joe Biden.
La muchedumbre rugía ante la magnitud de la estafa y él se recreaba en el clamor con ese gesto mussoliniano de complacencia y arrogancia que consiste en bajar los párpados y alzar mucho la barbilla. Washington es una ciudad de espacios muy abiertos y perspectivas desoladas en las que no hay protección contra el viento invernal. Las banderas se agitaban con esa elocuencia épica a la que por algún motivo no son tan propensas las de otros países de patriotismo menos enardecido. Pero el peinado de Trump, en el que según su declaración de impuestos invirtió más de 70.000 dólares el año pasado, mantenía su contorno improbable, y su agraviada vehemencia no llegaba a descomponer un resabio de comediante que sigue observando con frialdad el efecto de su impostura sobre un público entregado, la eficacia que siguen teniendo una y otra vez sus ocurrencias más sobadas.
Es imprescindible ver en YouTube esos 73 minutos, sin distraer la atención, para enfrentarse al enigma de la mendacidad humana y de la inclinación equivalente a creer lo inverosímil, a venerar a un histrión como si fuera un mesías, a preferir la irracionalidad a la cordura, o al sentido común. En el monólogo de Donald Trump hay una evidencia de trastorno, y también la hay de cálculo y de astucia. Como ha ocurrido con otros dirigentes megalómanos, Donald Trump es un loco que finge su locura, que la pone en práctica a voluntad y se complace en los papeles diversos que le permite interpretar. Es el magnate con un avión privado con grifos y retretes chapados en oro y es el hombre del pueblo que habla con los giros y la llaneza de la gente común, sin el esnobismo y los miramientos verbales de las élites. Es el candidato triunfador que ha obtenido una victoria mayor que la de ningún otro presidente en la Historia, pero también es la víctima de la conspiración más sucia que ha existido nunca. Hace una ostentación de su riqueza, de sus campos de golf y sus rascacielos, pero de pronto se transforma en luchador solitario y heroico contra los poderosos que dominan injustamente el mundo: “Los grandes donantes”, denuncia, “las grandes tecnológicas, los grandes medios de comunicación”. De la ira bíblica, de la gravedad severa, puede pasar en un momento a la parodia y al chiste, recreándose en las carcajadas de la multitud cautiva: imita al senador Mitt Romney adoptando una postura envarada y una voz balbuceante de idiota; se burla de “Joe”, el viejecito medroso que hizo la campaña, dice él, en el sótano de su casa, cubierto por una mascarilla. Abre los brazos con una sonrisa casi de picardía y pregunta, esperando la gran carcajada: “¿Alguien cree que Joe haya podido sacar 80 millones de votos?”.
Por debajo de la farsa late la incitación inmemorial al resentimiento, el elogio de la fuerza bruta y la burla de todo lo que parezca debilidad o blandura, el señalamiento de los poderes oscuros que lo dominan todo y humillan al pueblo, la llamada a rebato contra los extranjeros y los enemigos, que son numerosos y amenazan por todas partes y además son cobardes y actúan a traición. Ver el discurso de Donald Trump el miércoles por la mañana era como tener delante la pantalla de uno de esos escáneres en los que se ven imágenes del cerebro en plena actividad, masas blancas y corrientes agitándose muy parecidas a las de los frentes nubosos y las espirales de los ciclones captadas por los satélites. Todo son grumos verbales que se forman, se disuelven, vuelven a formarse, el robo de las elecciones, el muro en la frontera con México, la traición de los cobardes y los blandos, la ira justiciera del pueblo que ya no está dispuesto a admitir más engaños, que va a drenar enérgicamente el pantano de la corrupción política. A cada momento la voz se va volviendo más ronca, igual que el clamor de la muchedumbre, compacta como un ejército, abrigada contra el viento invernal, alzando sus banderas y sus pancartas, sus invocaciones dobles a Dios y a las armas de fuego. Les anima a avanzar en línea recta y en masa hacia el otro lado de la avenida, donde diputados y senadores que ahora mismo se entretienen en sus formalidades de politiqueo recibirán el gran susto de esa gran inundación del pueblo soberano. Junto al furor casi afónico de su arenga nunca falta una media sonrisa. El comediante supremo promete que él mismo se unirá a la manifestación, liderando a los suyos, con la energía mesiánica en la que pone su fe toda esta gente empapada de imágenes del Antiguo Testamento y del Apocalipsis. El nuevo Moisés, al que este viento helado no llega ni a rizarle un solo cabello, por supuesto que se retirará en su limusina blindada mientras el mar de sus fieles avanza en dirección contraria, intoxicada por el veneno que él y sus aliados en la política y en los medios llevan difundiendo muchos años. El lenguaje de la rabia y de la paranoia se mezcla al de las sacralizaciones americanas del patriotismo, la idea providencial y más bien aterradora de una nación excepcional designada y bendecida por Dios: la ciudad luminosa en una colina, el faro de la democracia en el mundo, etcétera.
No hay que apartar ni un momento los ojos de la pantalla durante los 73 minutos del discurso de Trump. En él está contenido todo lo que viene después, el vendaval terrorífico y grotesco del asalto al Congreso, que él siguió en directo en la televisión como si viera un partido de fútbol americano. El comediante histrión se queda a salvo de la furia que ha desatado él mismo. El trastorno que padece y a la vez interpreta es la realidad en la que han elegido vivir esas decenas de millones de sus compatriotas que siguen convencidos de su grandeza y de su victoria electoral.