Publicado en: El Nuevo Herald
Es un whistleblower anónimo. La traducción literal al español es algo ridícula: un “tocador de silbato”. Un denunciante que, por ahora, no revela su nombre. En la cultura norteamericana son muy apreciados. Colaboran con la justicia. Sacan las inmundicias al sol con el ánimo de terminar con ellas. Han puesto patas arriba a empresas corruptas y a ejecutivos que violaban la ley, y de paso, a alguna muchacha que pasaba por el despacho. Richard Nixon sucumbió ante uno de ellos que se conocía como Garganta profunda.
El célebre artículo del NYT traía un titular que era una declaración frontal de guerra: “Soy parte de la resistencia dentro de la administración de Trump”. Y luego agregaba: “Trabajo para el presidente, pero me he comprometido a impedir partes de su agenda y sus peores inclinaciones”. Se trata de un funcionario importante. A senior officer. No es un demócrata emboscado. Es un republicano antitrumpista emboscado.
Los “resistentes” son republicanos. Les gustan ciertas medidas tomadas por Trump. Por ejemplo: las desregulaciones, las reformas fiscales que han reducido los impuestos, las inversiones en las fuerzas armadas y “más”. ¿Qué más?
Yo agregaría el respaldo inequívoco a Israel, el prometido traslado de la embajada de USA a Jerusalén, la solidaridad con los venezolanos, aunque hasta ahora haya sido un ejercicio oral. También el final del deshielo con la dictadura cubana. Desde que Trump ocupa la Casa Blanca, Cuba ha olvidado la ridícula reclamación de 140 mil millones de dólares que supuestamente Estados Unidos le debía a La Habana como consecuencia del embargo.
Pero la raíz del desencuentro tiene un enorme peso: “la raíz del problema es la amoralidad del presidente”. No se guía por principios. Ni siquiera es un conservador que suscriba los valores clave del grupo: mentes libres, mercados libres, personas libres. Prefiere los autócratas y dictadores como Vladimir Putin de Rusia o Kim Jong-un de Norcorea. No aprecia los lazos que debieran unirlo a las naciones aliadas a Estados Unidos.
Agregaría que esa incomprensión de quiénes son los amigos y enemigos acerca mucho más una tercera guerra mundial. No entender el valor de una Europa unida y democrática junto a Estados Unidos, y estimular los impulsos de rupturas, como el Brexit, es no saber nada de la historia de los siglos XIX y XX.
El artículo del NYT se une a un nuevo libro de Bob Woodward, legendario reportero del Washington Post: Fear: Trump in the White House. Reitera todo lo que han dicho antes que él Michael Wolf en Fire and Fury y Omarosa Manigault en Unhinged, algo así como Demente. Para Woodward, que es republicano, pero no se somete a nadie, la Casa Blanca de Trump es Crazytown, un manicomio.
Entrevista a decenas de altísimos funcionarios y, con el debido consentimiento, les graba las conversaciones. Algunos se refieren a Trump como idiota o morón y el retrato del presidente que sale en su obra es el de un gobernante inculto, inestable, desinformado, narcisista, rencoroso, mentiroso, capaz de decir cualquier cosa, con un mínimo periodo de atención, incapaz de enfocarse en los temas esenciales, con el comportamiento infantiloide de un niño de diez años.
Uno de esos informantes acaso fue el que escribió el artículo en el NYT. CNN aventura 13 posibilidades, incluida Melania Trump, la sufrida esposa, quien ya negó cualquier relación con ese texto, como han hecho todos los miembros del gabinete. En todo caso, sospecho que en algún momento otro de los complotados dará el paso al frente y mostrará la cara sin miedo a las consecuencias.
En el 2005 se supo que fue Mark Felt, segundo jefe del FBI, quien contó la historia de los fontaneros que entraron en Watergate.
Habían pasado más de 40 años desde que Nixon renunció a la presidencia. No creo que esta vez demoremos tanto en saber quién dio el pitazo.