Publicado en: El Nuevo Herald
Es como las matrioskas, esas curiosas muñecas rusas de madera. Una va dentro de otra. No hay progreso ni prosperidad crecientes sin respeto a la ley. Y no hay respeto a la ley si no existen frenos morales y castigos a los violadores de las reglas, especialmente las que tienen que ver con la corrupción económica. Para impartir esos castigos es indispensable construir un sistema judicial eficiente, honrado e independiente de los otros poderes públicos. Ergo, la impunidad, en gran medida, explica el atraso material de América Latina y de medio planeta.
Aunque hay algunas sociedades corruptas y relativamente exitosas, como China, por ejemplo, lo que revelan los índices de Transparency International es que los veinte países más prósperos del planeta son, simultáneamente, democracias honradas en las que predominan los mejores valores, que tienen un sistema judicial independiente capaz de castigar a los delincuentes, y un Estado de Derecho respetado y funcional.
La reflexión viene a cuento de Andrés Manuel López Obrador, AMLO para los mexicanos. Acaban de elegirlo y ha prometido disminuir la violencia sustancialmente. Se han cometido más de cien mil homicidios en cada uno de los dos últimos sexenios. AMLO asegura que se enfrentará a los problemas del desarrollo y combatirá la pobreza, la corrupción y la impunidad.
Tampoco ha aclarado cómo pretende hacerlo en una nación podrida por la actuación criminal de los narcos, en la que la sociedad suele ser cómplice de dar y recibir mordidas, y por la inveterada costumbre de muchos de sus políticos y funcionarios de robarse hasta los clavos. A este año electoral, el último del sexenio, con casi seis meses para la llegada del nuevo presidente, suelen denominarlo con un pareado cínico “el año de Hidalgo: chingue su madre el que deje algo”.
AMLO puede pedirle ayuda a la comunidad internacional, pero lo que ha sucedido en la vecina Guatemala no es muy halagüeño. En ese país, desesperados por la mezcla letal entre impunidad y corrupción, con la ayuda de la ONU crearon la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala, la CICIG, pero no ha funcionado correctamente y ha generado muchos adversarios e innumerables críticas.
¿Por qué ha fallado? Entre otras razones, porque la Justicia debe ser impartida por los propios nacionales para que no levante sospechas de intromisiones extrañas. De alguna manera, ese principio revolotea en torno al Derecho desde que la Magna Carta fue promulgada en el 1215 en Inglaterra y dejó establecido que el juicio por jurado debía ser ejecutado por tus iguales (peers). Nunca es grato que un extranjero sin arraigo real, ajeno a la idiosincrasia de la sociedad, acuse y persiga a nacionales que proclaman su inocencia.
El Comisionado es un polémico jurista colombiano, ex miembro de la Corte Suprema de su país, llamado Iván Velásquez, enemigo declarado de Álvaro Uribe. Muchos guatemaltecos, dados al chascarrillo como pocos pueblos, lo llaman, despectivamente, el “Tal-Iván”.
Velásquez fue especialmente rechazado por los chapines desde que Gustavo Petro, dadas las afinidades ideológicas, intentó reclutarlo como su vicepresidente. A partir de ese punto, pese a la negativa de Velásquez de figurar en la boleta del exguerrillero marxista, se incrementaron las acusaciones de injerencias en los asuntos nacionales y, especialmente, de abuso de poder.
Si una CICIG mexicana no es el camino, ¿cuál debería ser la ruta que emprendiera AMLO para reformar el sistema judicial? Las buenas reformas se hacen oyendo a los expertos. Las instituciones son tan buenas o tan malas como las personas que las operan. Acaso lo más sensato sería comenzar por reunirse con las autoridades de las facultades de Derecho de las universidades públicas y privadas mexicanas para saber cómo se puede mejorar notablemente la calidad de los profesionales.
Naturalmente, también es una cuestión de dinero. Los mexicanos tendrán que asignar grandes recursos para contratar a los mejores profesionales. A esos hay que atraerlos con plata y distinciones. En América Latina, desgraciadamente, al Ministerio Público acuden los peores abogados, los que no son aceptados en los buenos bufetes. Así no es posible transformar nada.