Publicado en: The Objective
Gabriel García Márquez dijo: “el periodismo es el mejor oficio del mundo.” Hace unos años, cuando mi papá celebraba el 25 aniversario de su programa de radio, un asistente al evento le preguntó justamente eso. ¿Es el periodismo el mejor oficio del mundo? Su respuesta: que no. Más importantes son los doctores, que salvan vidas, y luego quizás los abogados o los policías. El periodista estaba al final de toda la lista, pues su tarea era simplemente relatar lo que habían hecho ya todos los demás.
Pero yo estoy en desacuerdo.
Mi papá nunca me llevó al colegio. No porque no quisiera, no porque no le interesaba, no porque yo no se lo pedía, sino porque no podía. Su trabajo, desde antes de que yo naciera, implicaba que se despertara cada día a las 5:05am. Mi papá es César Miguel Rondón y hasta el jueves 24 de enero del 2019 conducía por casi treinta años un programa de radio de 6 a 9 am en la emisora Éxitos de Unión Radio (99.9). Y yo ya no estoy en el colegio.
Esta semana ha sido dura. Esta semana sucedió algo que, si bien imaginábamos que podría pasar algún día, nunca nos lo creímos de verdad: que le cerraren el programa. Pesaba en nuestra conciencia, como en suspenso. Según veíamos a la dictadura atrincherarse, según veíamos a otros periodistas silenciados, sabíamos que el día poco a poco se iba acercando. Pero no lo hablamos. Él seguía y nosotros, su familia, a quienes el programa ya nos había marcado más que la rutina de nuestras vidas, seguíamos con él.
Como niña chiquita me sentía rara cuando en la calle nos paraban para agradecerle a mi papá por su trabajo. Pero luego me fui habituando a esa hermosa masa de extraños, quienes resulta que también lo seguían en nuestro ciego optimismo, como si fueran parte de nuestra familia. Treinta años oyendo la misma voz en las mañanas, junto al café, traza esos vínculos en la intimidad. En la calle a veces decían: “No te pueden cerrar el programa… no se atreven… eres el único que queda.” O a veces cosas aún más tajantes: “Si te vas, César, avisa y apaga la luz”. Y aunque nunca estuve de acuerdo con tales aseveraciones (que mayor muestra de ello que, ahora que se han atrevido a cerrarlo, es que estamos más cerca que nunca de que vuelvan a prenderse todas las luces del país), sí que funcionaron para darme que cuenta que, al final, García Márquez sí tenía razón.
Si bien mi papá no era doctor o policía, político o abogado, él trabajaba para todo un país. Informándolo, lo acompañaba. Respondía, como en la calle, “aquí seguimos.” Estamos mal, pero aún no ha llegado lo peor, el silencio. Esto, en un país cada vez más cercado, más asfixiado por la censura, más aplastado por el dolor, se convirtió en una hazaña. Abrir la boca y decir “buenos días” se convirtió en el llamado a la batalla de una cotidianidad que aún no se rendía. De las voces que son, como el café, invencibles.
Y ahora que se han atrevido a cerrarle el programa, resulta que el silencio ha llegado en tiempos de bulla. De marchas multitudinarias desbordadas de optimismo. Y en tiempos, por supuesto, de internet: a mi papá le han podido cerrar su programa, pero no su Instagram, ni su app “Al Día con César Miguel Rondón”, de manera que, a fin de cuentas, ahí sigue, ahí seguimos. Acompañando.
Mi papá nunca me llevó al colegio, llevó al colegio a millones de chamos como yo. Chamos que aún me dicen, “yo siempre escuchaba a tu papá en las mañanas en el carro yendo al colegio.” No salvó vidas, pero las acompañó durante los años más duros de la historia reciente de Venezuela. Y seguirá acompañándolos, y ustedes y nosotros acompañándolo a él, porque sí somos al final, una gran familia y sí es el periodismo el mejor oficio del mundo. Que se prendan las luces.