Nos hemos mudado a un lugar sin besos ni exabruptos en el que sólo pasean los perros y en el que de los árboles sólo caen guantes plásticos y mascarillas estropeadas.
Publicado en: Voz Pópuli
Por: Karina Sainz Borgo
No sé quién colocará la mortaja a los que aún vivimos. A los que ya no, otra tela más pesada los cubre hasta hacerlos invisibles. Están confinados, ellos también, en una desaparición, un limbo. Se enfadan los vivos cuando se publican fotos de ataúdes alineados sobre una pista de hielo cubierta con césped artificial. Antes al menos los maquillábamos, ahora no queremos ni verlos. A los muertos, quiero decir. Mal asunto.
No despedirse de los muertos propios es un estigma que miraremos en la palma de nuestras manos quién sabe hasta cuándo. ¿Cómo y de qué forma se han marchado los quince mil hombres y mujeres que ya no viven en este mundo? ¿Adónde se han ido? ¿Lo sabe usted? Porque yo no estoy segura, aunque de poco valen las certezas ahora que no tenemos ninguna. Incluso siendo domingo de resurrección, algo no resucita.
Hace un año, crucé el mar para ver cómo enterraban muertos sin nombre. Tocada por la imagen de dos pequeños bebés de labios morados, me senté a teclear para sacarme la arena y la tierra que tiznaba sus cuerpecitos, atravesados por la cicatriz que les quedó tras la autopsia. Desde entonces, llevo meses escribiendo al respecto, día a noche. Ahora me toca hacerlo no como una pulsión personal, sino como una historia cotidiana —ay Dios— en una sociedad que había olvidado la muerte, embelleciéndola hasta hacerla parecer inverosímil.
Esta mañana, las personas se han felicitado la Pascua: mensajes que nos quedan muy lejos de este otro mundo en el que ahora vivimos confinados. Sumamos 29 días empadronados en un planeta repleto de miedos, alcoholes y enemigos que nadie ve. Un lugar convertido en aplauso a las ocho, y que a las diez se convierte en tribunal. El Coronavirus no tiene un aspecto concluyente, es sólo un globo con ventosas del que sabemos poco… O nada.
Todo está en Mahler, hasta la resurrección. Quizá por eso no paro de escuchar su segunda sinfonía. En su música, la tierra tiembla, pero yo no veo a los muertos caminar ni distingo las trompetas de su Apocalipsis. Quizá por eso este diario cenizo y sin respuestas. Perdone que insista, pero… ¿tiene usted alguna? Yo, aunque lo intento, aún ni siquiera escucho su ruiseñor, sólo este Madrid lleno de ambulancias.
Nos hemos mudado a un lugar sin besos ni exabruptos en el que sólo pasean los perros y en el que de los árboles sólo caen guantes plásticos y mascarillas estropeadas. Un mundo sin orquestas y en el que la música es una canción ruinosa con la que unos vecinos atormentan a otros. Resistir es ahora un verbo desafinado y el futuro una cosa informe. Pero no me quejo. Ese es el mundo que nos toca.
Mañana, cuando vuelvan a hablar los ministros y el presidente amenace con una nueva comparecencia que dure lo que un tedeum o un partido de fútbol, me preguntaré, seguro usted también, en cuál mundo resucitarán las certezas y esperanzas, si es que usted aún las tiene. ¿Lo harán en este? ¿O acaso en el que antecedió a este en el que vivimos enjaulados y aplaudiendo? Aún no lo sé. Me tomará mucho tiempo averiguarlo. A usted también, supongo.