Fallecido en 1910 a los 28 años de cinco impactos de bala, el guayabito confesó en su lecho de muerte un asesinato que quizá no cometió y encubrió así otro crimen nunca resuelto
Publicado en: El País
Por: Leonardo Padura
Tendido en la cama de la Casa de Socorros de la habanera calle Salud, la tarde del 22 de noviembre de 1910, con cinco heridas de bala en su cuerpo y sabiendo que de aquel combate no saldría con vida, el joven de 28 años Alberto Yarini y Ponce de León le pidió a su amigo, el abogado y general del Ejército Libertador Cubano Fernando Freyre de Andrade, que le alcanzara una pluma y un papel, cualquier papel. Freyre de Andrade, héroe de la guerra, el hombre que pronto alcanzaría la alcaldía de La Habana, le alcanzó a su amigo y correligionario el primer papel que encontró: un talonario de recetas.
Con la ayuda del general, que logró incorporarlo en la cama, el ya moribundo Yarini escribió sobre el talón: “De las tres heridas recibidas por el francés, el único responsable soy yo. Se las di al sentirme herido”. Y estampó su firma. Unos minutos después, Yarini cayó en la inconsciencia de la que no saldría. Murió esa misma noche, a las once pasado meridiano.
Aquel papel, firmado por Yarini y contrafirmado por el abogado Freyre de Andrade sería, meses después, el documento esencial en el juicio seguido por la muerte de Alberto Yarini y Louis Lotot durante los acontecimientos ocurridos la noche del 21 de noviembre de 1910 en la calle San Isidro de la Habana Vieja. Aquel documento, que contradecía ciertas pruebas forenses, serviría sin embargo para exculpar a amigos y partidarios de Yarini de la muerte del francés Louis Lotot.
Alberto Yarini había sido fiel a Alberto Yarini hasta su último suspiro. Incluso lo seguiría siendo hasta más allá, hasta hoy.
San Isidro, 1910
Todo tuvo su origen y desenlace en el viejo barrio habanero de San Isidro.
Desde principios del siglo XX, por orden de Leonard Wood, gobernador norteamericano de la Isla de Cuba, aquel sector de la ciudad se había convertido en “zona de tolerancia” de la prostitución en La Habana. Con aquella medida, el gobernante interventor pretendía adecentar la capital, recluyendo en una zona pobre y deteriorada el ejercicio de la prostitución y los negocios turbios relacionados con ella. El resultado fue que en aquel rincón habanero se concentró y multiplicó el vicio y la delincuencia, actividades de las que vivían muchos cubanos y cubanas empobrecidos luego de cruentos años de una guerra independentista que concluyó con la intervención de los marines norteamericanos, la salida de Cuba del ejército español en 1898 y el nacimiento en 1902 de la República independiente. O, en realidad, de una República mediatizada por una enmienda constitucional que daba autoridad a Washington para intervenir de cualquier modo en los asuntos internos de la isla.
El barrio de San Isidro se pobló entonces de prostíbulos, casas de juego, bares y hasta algunos locales donde consumir pornografía filmada y en vivo. Se congestionó de prostitutas de las más diversas categorías, razas, nacionalidades, edades y habilidades. Se llenó de clientes que venían en busca de unas horas de sexo y esparcimiento. Y vio formarse y crecer un ejército de proxenetas que controlaban el próspero negocio del amor rentado. En realidad dos ejércitos: el de los tradicionales souteneurs franceses, conocidos como “los apaches”, y el de los emergentes y atrevidos chulos cubanos, bautizados como “los guayabitos”. Y de entre todos aquellos guayabitos, uno alcanzaría muy pronto el liderazgo de su grupo y, con su vida huracanada y su muerte temprana, devendría un verdadero mito de la belleza, la virilidad y la hombría cubana: Alberto Yarini y Ponce de León.
¿Por qué Alberto Yarini?
Solvente, culto, educado, de muy atractivo aspecto físico y una personalidad magnética, Yarini pronto decidió que su futuro no estaba en las aulas universitarias, sino en la calle. En un país en el que ni siquiera había Gobierno propio, el joven se decantó por los caminos de la vida que más rápidamente pudieran gratificarlo y se enroló en los juegos políticos y en el negocio de la prostitución: en ambos, a la vez, llegaría a ser Representante a la Cámara, aspirante a teniente de alcalde de La Habana como segundo del general Freyre de Andrade y líder de los proxenetas cubanos de San Isidro, el barrio donde reinó en sus dos actividades públicas.
Para 1910 Yarini era conocido ya con el muy viril epíteto de El Gallo de San Isidro: poseía varias casas de prostitución en el barrio y una verdadera legión de meretrices a su servicio, mujeres que no solo trabajaban para él, sino que se desvivían por él. Una extraña mezcla de atracción, protección, caricias y castigos convertía a aquellas infelices en esclavas sexuales y sentimentales de aquel hombre capaz de todos los excesos, las furias y las bondades. Protector de viejas prostitutas desahuciadas, amigo de los negros de la cofradía de los abakuás venidos en los barcos negreros, furibundo defensor de los valores de la identidad nacional, la extraordinaria personalidad de Alberto Yarini fue de muchos modos la síntesis de una sociedad que había nacido distorsionada desde la fundación misma de la República.
El gran duelo
En su huracanada existencia, Yarini cometió un solo y costoso error: enamorarse de la prostituta más cotizada del harén de Louis Lotot, el jefe de los apaches. Aquel desvarío lo llevó a sustraerle la pieza a su adversario para disfrutar de ella y, a la vez, hacerla productiva. Un exceso que los franceses decidieron que resultaba inadmisible y, aun cuando la filosofía de Lotot era “vivir de las mujeres, y no morirse por ellas”, la presión de sus compinches lo llevó a tomar la decisión de enfrentar y matar al atrevido guayabito. Incluso entre chulos, existen códigos de honor.
La noche del 21 de noviembre de 1910 Lotot y sus amigos salieron a cazar a Alberto Yarini. Lotot y otro francés lo confrontarían en la calle San Isidro mientras otros apaches se emboscaban en azoteas cercanas. Yarini no podría escapar.
Poco antes de las ocho de esa noche Yarini, acompañado por su amigo Pepito Basterrechea, salió de uno de sus prostíbulos, en el número 60 de San Isidro y apenas pisó la calle, escuchó el grito: “Yarini, te voy a rajar”, y vio a Lotot avanzar hacia él, revólver en mano y disparando. Ya herido, Yarini logró desenfundar su arma y le respondió al francés. Además de los disparos hechos por los dos adversarios, se escucharon otras detonaciones y luego el silencio. Yarini y Lotot yacían heridos. Un minuto después, se escuchó una última detonación. Fue la del proyectil que le abrió la frente a Louis Lotot y le provocó la muerte. Yarini, con cinco impactos de bala en su cuerpo, viviría otras veinticuatro horas.
El misterio empezó a forjarse en ese mismo instante. Una prostituta de Lotot hizo desaparecer el Colt 38 recortado de su proxeneta, y el Smith and Wesson de 9 mm de Yarini también se esfumó en algún momento. Los exámenes de balística arrojaron entonces sus datos precisos: Yarini había sido herido por dos armas diferentes, igual que Lotot. Dos de las heridas de Lotot, ninguna mortal, habían sido hechas por un 9 mm, al parecer el que portaba Yarini. La bala que como un tiro de gracia le abrió el cráneo pertenecía a otra arma, un Colt 38 común entre los policías de la época y no era el revólver que le fue incautado a Basterrechea, el amigo de Yarini que, por cierto, no hizo un solo disparo.
Alguien había ajusticiado a Lotot. Una persona armada con un revólver que nunca apareció. Y nunca significa nunca.
¿Quién liquidó a Louis Lotot? Yarini supo quién fue y por esa razón dejó escrita su descarga de moribundo. Y como tenía que ser tratándose de Yarini, el Gallo de San Isidro, este se llevó ese nombre de la tumba y, todavía hoy, convencidos de que no fue Yarini, nadie ha podido saber quién mató a Louis Lotot… ni tampoco cuál de los apaches le dio el tiro fatal que terminó con la vida del más célebre de los proxenetas de la historia cubana.