Publicado en: El Espectador
Por: Andrés Hoyos
Muchas palabras se refieren al mismo concepto. El dinero ha dado lugar a un sinnúmero de expresiones peyorativas: el estiércol del demonio, el vil metal, por la plata baila el perro, este tipo está podrido de dinero. Pero la verdad es que la plata, el dinero, el oro o los dólares son el elemento central que al final de todas las cuentas permite o no que una determinada política funcione, que un proyecto sea ambicioso o inocuo.
Hablemos de las cuentas contra las cuales uno tal vez podría medir otros esfuerzos. Un estimativo por lo bajo dice que la guerra de Afganistán le costó a Estados Unidos 2,3 billones de dólares (trillions en inglés), es decir, 2.300.000.000.000 dólares, más que el PIB anual de Canadá y ocho veces el de Colombia. ¿Qué salió de este escandaloso desperdicio? Que los talibanes se tomaron el país en un par de semanas casi sin disparar un tiro. O sea que esas toneladas de billetes fueron arrojadas a una caneca de la basura ubicada al otro lado del planeta. Según esto, el argumento de que no hay plata para intentar generar círculos virtuosos en los países pobres es simplemente falsa. Lo que no hay, o es en extremo escaso, es interés, voluntad política, ganas.
Los índices que hablan de la salud del planeta dicen que va mal. No porque no se esté haciendo nada, sino porque se va a paso de tortuga, de suerte que el daño se sigue acumulando. Un contraste que vale la pena mirar es el de la pandemia y el calentamiento global. Mientras que la primera va a tener una duración limitada y hará objetivamente un daño también limitado, el calentamiento global podría ser catastrófico si sigue como viene. Pero, ojo, catastrófico después de 2050 o 2070 no hoy. En contraste la pandemia causó sus daños en los últimos dos años, desde 2020. Aunque cada cual podrá tabular el costo de la recesión reciente, es una cifra que excede por varias veces el costo de la guerra de Afganistán arriba mencionado, así también haya ganadores espectaculares, por ejemplo los laboratorios que producen las vacunas contra el virus.
Como bien se sabe, el capital migra con inmensa frecuencia hacia los países ricos, es decir, al Primer Mundo, de suerte que es allí donde hay con qué tomar las decisiones de gasto colosales que podrían echar a andar los círculos virtuosos que se necesita implantar en todo el mundo. El contraste con el pasado es notorio. Durante varios siglos, los países ricos tomaron decisiones sobre su dinero para beneficio propio y con circulación entre ellos, diga usted el Plan Marshall. De tarde en tarde surgían proyectos que involucraban mandar un capital, casi siempre modesto, a los países pobres, donde se esperaba que obtuviera una alta tasa de rentabilidad y, además, que cinco, 10, 15 o 20 años después regresara a su origen.
El mensaje de esta columna, por así llamarlo, es que para varios de los problemas planetarios actuales de fondo el circuito aquí descrito no podrá replicarse. Por citar apenas un caso obvio, los países pobres no podrán devolver la totalidad del capital que necesitan para ayudar a frenar desde su territorio el cambio climático. Por lo demás, el grueso del daño se produjo en el Primer Mundo en los últimos 100 años, así que este monto bien podría considerarse el pago de esta deuda planetaria acumulada por los causantes del daño. Hasta hoy, no está nada claro que sea así como procederán los países ricos. Lo cual, en últimas, implica un pronóstico muy reservado para nuestra salud colectiva.