Publicado en: El País
Por: Sol Lauría y Eliezer Budasoff
Se publican cientos de archivos desclasificados sobre la operación militar para derrocar al general Manuel Noriega
A las 3.41 del 20 de diciembre de 1989, mientras el barrio El Chorrillo de Ciudad de Panamá ardía como una bola de fuego por las bombas y los vecinos huían de las llamas esquivando cadáveres, el presidente estadounidense George H. W. Bush le decía por teléfono a su par argentino Carlos Menem que el ataque brutal que Estados Unidos acababa de desplegar en Panamá era para “proteger vidas americanas” y “ayudar a los panameños a restaurar el Gobierno democrático”.
“Tuvimos que tomar acciones”, le dijo Bush a Menem.
La frase era casi idéntica a la que había usado minutos antes con el presidente mexicano Carlos Salinas y con el venezolano Carlos Andrés Pérez, a quienes llamó también esa noche para justificar la invasión a Panamá. Después de las 3.00, desde la Casa Blanca, Bush padre dedicó una hora a explicarles a tres mandatarios latinoamericanos, uno tras otro, que no le había quedado más opción que usar la fuerza militar para capturar a Manuel Antonio Noriega, el dictador que gobernaba el país desde hacía 21 años. Dijo que Noriega les había declarado la guerra: que el Ejército panameño había asesinado a un oficial de la Marina de su país y que había golpeado a otro y abusado de su esposa. “No podíamos permitir que Noriega cometa actos de violencia contra los americanos”, le dijo Bush al mexicano Salinas, y repitió sus razones en cada llamada como si recitara un libreto.
El contenido de las conversaciones que el presidente estadounidense mantuvo esa madrugada con distintos líderes políticos del continente forma parte de los documentos desclasificados por el Gobierno de Estados Unidos que, a días de cumplirse 30 años de la invasión a Panamá, ahora podrán consultarse en Internet de forma sistematizada gracias al trabajo conjunto del colectivo de periodistas Concolón, la Comisión 20 de diciembre de 1989 y el Centro de Derechos Humanos de la Universidad de Washington.
Hasta el momento son más de 600 documentos que van desde 1977 hasta 2011 y corresponden a informaciones de la Casa Blanca, los Departamentos de Estado y Defensa, el Comando Sur y organismos como el National Security Council y la CIA, entre otros, que se publican este martes en la plataforma Panamá Files. Muchos de ellos ya estaban disponibles en distintos sitios como National Geographic Virtual Library. Otros cientos estaban en cajas de la National Archives and Record Administration o la Bush Library. Y el proceso de desclasificación de archivos continúa con arreglo a lo dispuesto en Ley de Libertad de Información estadounidense.
Entre los documentos ya procesados por Panamá Files pueden encontrarse informes de cómo el Ejército estadounidense acribilló esa noche los puestos de guardia en el exterior del aeropuerto internacional de Panamá con helicópteros de combate mientras unos 400 pasajeros aterrizaban o esperaban sus vuelos; reportes sobre la persecución a Manuel Noriega —que terminó refugiado en la nunciatura papal junto a supuestos miembros de la organización terrorista ETA, según la transcripción de un cable de Efe, hasta que se entregó, el 3 de enero de 1990— y registros sobre el afán de Estados Unidos por controlar el relato de la invasión: directrices informativas, respuestas a versiones periodísticas, seguimiento de lo que publicaban los medios y hasta cartas de miembros del Ejército en las que discutían editoriales.
Las llamadas de Bush de esa noche muestran que su Gobierno había elaborado un discurso claro sobre las bondades que la invasión traería a los panameños, pero obviaba cualquier mención a los costes humanos y sociales de la acción militar.
La Operación Causa Justa, como Estados Unidos bautizó la invasión a Panamá, fue un ataque desmesurado de 27,000 soldados con armamento de última tecnología —bombarderos furtivos Nighthawk, helicópteros de combate Apache— para derribar a un dictador que, hasta hacía poco, había sido un estrecho colaborador de la CIA y un aliado clave de los estadounidenses en el apoyo a los movimientos de contrainsurgencia en la región. Noriega comandaba uno de los ejércitos más pequeños del continente, las Fuerzas de Defensa de Panamá, que habían sido creadas con el consentimiento y el adiestramiento de Estados Unidos, el mismo país que la madrugada del 20 de diciembre de 1989 ejecutó una acción planificada para desmantelarlas y entregar el Gobierno al abogado panameño Guillermo Endara.
“Si todo va bien, pronto eliminaremos las fuerzas que hemos agregado como refuerzo”, le confesó Bush a Carlos Salinas, el segundo mandatario del continente al que llamó esa noche, minutos después de las 3.00 de la mañana. Entre los archivos desclasificados hasta el momento se ve que Bush se comunicó primero con el primer ministro canadiense Brian Mulroney, quien le expresó de inmediato su apoyo por la acción militar (“tenías que responder”). Luego llamó a Salinas, que escuchó sus argumentos y le dijo que la intervención de Estados Unidos iba en contra de los principios de México, pero que ellos aplicarían la doctrina Estrada con el nuevo Gobierno panameño.
—¿Cómo funciona la doctrina Estrada? —preguntó Bush.
—No hace ninguna diferencia quién está en el poder. Nosotros reconocemos a todos —le explicó Salinas.
Mientras Bush y Salinas hablaban sobre diplomacia, las fuerzas de Estados Unidos se preparaban para cercar un cuartel militar en Río Hato, a casi cien kilómetros de la capital panameña. Ya habían desembarcado en esa base un par de horas antes con aviones F-117As y bombas. Luego llegaron los rangers, paracaidistas cargados de granadas y helicópteros.
A las 3.26, después de acabar la conversación con el presidente mexicano, Bush se comunicó con el mandatario venezolano Carlos Andrés Pérez, que lo saludó con un good morning, mr. president, y esta frase: “Estamos muy molestos por el motivo por el cual está llamando”. Bush le aseguró que ellos también lo estaban, pero repitió que Noriega había empezado y que para él y para sus asesores ya había sido suficiente: “He decidido intentar capturar a Noriega y poner fin a esto”, dijo. Luego volvió a enumerar los beneficios que llevarían a Panamá, los mismos que había recitado antes a Salinas y que usaría después con Menem: aseguró que estaba comprometido a devolver el canal a los panameños, que actuarían rápidamente para devolver la democracia a Panamá, que levantarían las sanciones económicas impuestas desde 1988 y que permitiría de nuevo el acceso de barcos con bandera panameña a su territorio (Estados Unidos había aprobado las sanciones económicas y el veto a las embarcaciones panameñas para tratar de asfixiar a la dictadura de Noriega).
Finalmente, Bush se comunicó con Carlos Menem, el último presidente al que llamó esa madrugada. “Perdone que lo llame a esta horrible hora de Dios”, le dijo, y después de explicarle los acontecimientos añadió: “Esta noche hemos dado órdenes para que las tropas se desplieguen en Panamá”. El presidente argentino le agradeció la llamada, le dijo que no se preocupara por la hora y le preguntó: “¿Me podría decir otra vez cuál es la situación de Noriega?”. “Desconocemos la situación de Noriega”, respondió Bush, “creemos que está en [la Ciudad de] Panamá. No ha sido detenido hasta este momento”. Menem ofreció su ayuda en lo que pudiera ser útil, les deseó feliz Navidad a Bush y a su esposa y se despidieron. Eran casi las 4.00 de la mañana del 20 de diciembre de 1989. Minutos después, aviones estadounidenses bombardeaban instalaciones militares en el distrito de San Miguelito, el segundo más poblado del país, en el norte de Ciudad de Panamá. Ya habían hecho un intento a las 2.00 de la mañana, pero fallaron el blanco y desataron el caos entre los vecinos.
Los documentos publicados por Panamá Files muestran varias conversaciones entre el presidente de Estados Unidos y el nuevo mandatario panameño, Guillermo Endara, antes y después de la invasión. En mayo de 1989, justo después de las elecciones que ganó Endara pero en las que Noriega cometió fraude, Bush lo llamó para decirle que él era el “verdadero vencedor”. Volvió a llamarlo un mes después para darle el pésame por la muerte de su esposa y decirle que no estaba seguro de qué hacer con Noriega, pero que estaba abierto a sugerencias: “Todavía queremos ver la voluntad de la gente cumplida en Panamá”.
Las semanas posteriores a la invasión, cuando los soldados estadounidenses ya controlaban las calles y Endara estaba instalado en la presidencia, Bush habló con él varias veces y por los mismos motivos: la aprobación de un paquete de asistencia, la condena a Noriega, el crecimiento económico del país, el tráfico de drogas. En las calles de Ciudad de Panamá, cientos de vecinos de El Chorrillo reclamaban alguna respuesta: su barrio, donde estaba ubicado el cuartel general de Noriega, fue el más afectado por la acción militar (hubo 18,000 desplazados y más de 300 viviendas destruidas). Decenas pedían buscar a sus muertos o desaparecidos. Después del ataque, señala un informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, los cadáveres fueron amontonados en fosas clandestinas, envueltos en bolsas, unos encima de los otros.
Muchos panameños celebraron agradecidos el ataque brutal que los liberó del régimen opresor de Noriega. La mayoría de ellos posiblemente desconocía la dimensión de los daños y cómo las bombas habían destruido hogares y vidas pocos días antes de Navidad: la doctrina de la embedded press (literalmente “prensa empotrada”, en referencia a los reporteros que acompañaban a las unidades militares y eran supervisados por ellos)fue un éxito y el Ejército de Estados Unidos repartía camisetas y calcomanías con leyendas que respaldaban la operación como una causa justa.
A partir de 1989 todos los Gobiernos panameños actuaron como si las víctimas no existieran. Endara, el primer presidente posinvasión, dijo: “Al Estado panameño no le compete atender los reclamos”. Cinco años después asumió Ernesto Pérez Balladares, que no recibió a las víctimas ni una sola vez durante su gestión. En 1999 llegó a la presidencia Mireya Moscoso, que centró los esfuerzos en esclarecer las violaciones de derechos humanos durante la dictadura de Noriega. Cuando en 2004 llegó al poder Martín Torrijos, hijo del caudillo que había recuperado el canal de Panamá para los panameños, las víctimas se ilusionaron. Pero fue peor: vetó los proyectos aprobados por la Asamblea para investigar y conmemorar la invasión. Con el Gobierno siguiente, el del empresario Ricardo Martinelli, tampoco encontraron respuesta.
La indiferencia o el miedo a la confrontación con Estados Unidos de los Gobiernos de Panamá ha sido tal que hasta el día de hoy no existe una cifra oficial de muertes provocadas por la invasión. La Iglesia contó 341 civiles. El Instituto de Medicina Legal, 255. Organismos de derechos humanos, más de 1.000. Estados Unidos contabilizó 202 muertes de civiles y 314 de militares panameños, según las últimas cifras que figuran entre los documentos desclasificados hasta ahora. Sobre los desaparecidos tampoco hay números oficiales.Una de las víctimas fue el fotógrafo colaborador de EL PAÍS Juantxu Rodríguez, que cubría la invasión junto con Maruja Torres.
En 2016 el Gobierno menos pensado —del mismo partido que Endara— creó la Comisión 20 de Diciembre de 1989, un órgano público para investigar las violaciones de derechos humanos y esclarecer el número e identidad de las víctimas.
El año pasado, 29 años después de la invasión, el silencio comenzó a resquebrajarse. Tras una pelea judicial de más de dos décadas, la abogada panameña Gilda Camargo y un socio consiguieron que un tribunal internacional condenara a Estados Unidos. El 5 de octubre de 2018 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos publicó un informe que responsabiliza a Washington por violar los derechos a la vida, la libertad, la seguridad, la propiedad, la justicia y la integridad de las personas. El informe exhorta a Estados Unidos a reparar esas violaciones tanto “material” como “inmaterialmente” y exige crear mecanismos para hacerlo de manera urgente.
Hasta ahora, al igual que en las tres décadas que han pasado desde la invasión, Estados Unidos ha mantenido silencio. Pero el informe de la comisión y el trabajo por difundir los documentos sobre la Operación Causa Justa empiezan a romper el relato único sobre la invasión y tal vez consigan explicar que la caída de un dictador no exime de responsabilidades hacia quienes se convirtieron en víctimas por partida doble: del régimen de Noriega primero y del ataque brutal para sacarlo del poder después.