Nunca tuvimos verano – Karina Sainz Borgo

Karina Sainz Borgo

Publicado en: ABC

Por: Karina Sainz Borgo

Para los que crecimos en el Caribe, lo normal son las avispas revoloteando sobre las frutas maduras que se desprenden de las ramas porque el calor y la gravedad así lo ordenan. Para los que crecimos en el Caribe, en una isla canaria o cualquier otra del mediterráneo, lo normal es la resina que cubre los árboles hasta hacerlos parecer de caramelo. También lo son chicharras que llaman a la lluvia: somos todos la corteza de su canto, habitamos la tibieza de todas las tardes del año.

Aunque el tiempo consiga separarnos de los meses de julio y agosto de la infancia en un valle húmedo o un mar pegajoso donde venden cocos recién cortados, lo caliente queda impreso en la piel, un recuerdo de sofoco. Para los que nacimos en el Caribe, la noticia de un calor asfixiante, e incluso la propia idea de verano, es una extravagancia. En el Ecuador del mapa del mundo es verano todo el año y cada playa inaugura un día de la vida en lugar de una estación en el calendario.

A trescientos kilómetros de la capital de un país que podría ser cualquiera, en las playas de Puerto la Cruz, los niños salían del mar con los bañadores manchados de petróleo. Era la brea que escupían las refinerías de un progreso que nunca fue tal. Para lo que nacimos en el Caribe, o en cualquier isla, el mar es una presencia, un acontecimiento del oleaje, eso que en los países de cuatro estaciones revive en verano y para los tropicales una temperatura del carácter. Para los que conocieron el estío como parte del hastío, el calor es un rumor, el sonido de los ventiladores una costumbre y el hielo un hogar. De pie, ante la madrileña plaza de Santa Bárbara abrasada por los cuarenta grados sobre el asfalto, el mar resuena, se seca dentro de quien recuerda, como una piscina de nostalgia.

«Ola de calor», dicen de terraza en terraza, de ascensor en ascensor. Y si en los países de cuatro estaciones no consiguen conciliar el sueño, en los paisajes tibios se sueña todo el día, vivimos dentro de la fantasía que siempre conduce a otro sitio. Tardes de manguera y hojas quemadas, tardes de zancudos y madrugadas de vapor, ese festín de la conserva de coco derretida entre los dedos o la proeza de huir de los moscones con las manos pringadas de mango y mermelada de durazno.

Para los que nacimos en el Caribe, en una isla canaria o cualquier otra del mediterráneo, el calor lo alborota todo, hasta las letras del nombre. Incluso en la distancia, su recuerdo resucita los recuerdos y derrite cualquier asfalto. Hace calor, nos vamos a morir y el mundo se hunde. Seguro, claro que sí, moriremos. Pero no será hoy. Para los que nacimos con la piel hirviente, todo incendio es un día de la vida y toda ola de calor un océano. Si en los países de cuatro estaciones no consiguen conciliar el sueño, en los paisajes tibios se sueña todo el día… y toda la noche. Nunca tuvimos verano, porque ya lo traíamos puesto en la piel.

 

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