Publicado en: El Espectador
Por: Andrés Hoyos
Una forma de ver lo que hoy pasa en Colombia sería decir que el país está en la sin salida. Junio promete ser un mes tan incendiado y loco como mayo. ¿Hasta cuándo? Yo tampoco tengo ni idea. A pesar de la incertidumbre y de las múltiples calenturas que abundan en el ambiente, es preciso intentar ver las cosas con la cabeza fría. Quién quita que se vislumbre algo.
El Gobierno con su inmovilismo juega al parecer a que la gente se canse de protestar, de bloquear, de darse golpes contra las fuerzas del orden y de romper cosas. Pues bien, en esas pueden pasar meses. Yo creo que el resto de colombianos debemos ir haciéndonos a la idea de que Duque y su grupo no piensan gobernar y que las cosas tendrán que oscilar de un lado para otro en medio de la incertidumbre, a veces del caos. Porque tampoco parece que la fuerza pública vaya a resolver nada. A muchos les bastará con que haga menos daño del que ha hecho hasta hora. Se esperaría verla bien comandada, vana ilusión. Según una vieja tradición local, se obedece pero no se cumple, es decir que hay leyes que no se aplican y delitos que no se castigan, así estén en los códigos.
La actual protesta tiene un espíritu contradictorio de raíz. Dice que su causa es la mayor pobreza de los pobres, muy real ella, pero al destruir la infraestructura y al quebrar a miles de compañías, ¿a quién afecta en últimas? A los pobres. Semejante destrucción de producción y de mercados, sumada a los daños colosales causados por la pandemia de COVID-19, tienen a los empresarios contra la pared. Ahí, además de los empresarios, sufren los que tienen algún empleo, así sea precario, o quienes creen que podrían obtenerlo, no los que ya perdieron toda esperanza y andan por las calles enardecidos esperando concesiones incondicionales. Y es que el gran mazacote ideológico que vivimos se ve agravado por un muy particular sesgo político de la pandemia: afecta sobre todo a los viejos, mientras que es relativamente benigna con los jóvenes, sobre todo con los muy jóvenes. Eso produce una división de facto de la sociedad. Claro, de ahí que no solo los jóvenes estén descontentos o bravos. El resto de la sociedad también lo está pues no puede vivir ni trabajar sin adversidades, a veces incluso pasando por grandes penurias a las que no está acostumbrada.
¿A quiénes les conviene la sin salida? Las mafias saltan a la vista de primeras. Para ellas es ideal que su enemigo, el Estado, deba dedicarse a otros menesteres además de perseguirlos. Los otros beneficiados son los grupos armados, quienes dependen de sus propias formas de “orden”. Por supuesto, asimismo está la masa más grande de los que, según una vieja doctrina de Marx, “no tienen nada que perder”. Estos serían los jóvenes ninis que abundan en los tumultos. Ellos no sufren mucho con el COVID-19, así contagien a sus familiares mayores, lo que después los afecta de carambola. Mientras, que ardan los edificios, qué demonios.
Algo me dice que no podemos seguir quietos. Tenemos que expresarnos físicamente en alguna parte. Una opción sería convertir a ciertos parques, donde no se impida la movilidad de nadie, en símbolos e ir quizá de camisa blanca o algo así. Pero con frecuencia, o sea todas las semanas, por ejemplo, no una sola vez. Casi todos los actores políticos, o semipolíticos, diga usted los sindicatos, están jugando una peligrosa lotería cuyo “premio mayor” podría ser una catástrofe. Hay que tomarles el relevo.
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