Publicado en: The New York Times
Por: Michael Shifter y Michael J. Camilleri
La semana pasada, el gobierno de Donald Trump hizo un despliegue significativo de activos navales estadounidenses en el Caribe, con lo que aumentó su apuesta en la confrontación con Nicolás Maduro, el dictador de Venezuela.
En los últimos 15 meses, el gobierno estadounidense ha aplicado una estrategia de “máxima presión” sobre el régimen de Maduro con la esperanza de que se produzcan fracturas entre los altos mandos de las fuerzas armadas venezolanas, el principal bastión del apoyo del dictador, y así se desencadene un retorno a la democracia. Sin embargo, a medida que el coronavirus acecha al mundo, el inoportuno despliegue militar se suma a una serie de decisiones relevantes pero erráticas en la política de Estados Unidos hacia Venezuela.
El despliegue se produjo inmediatamente después de dos medidas muy importantes en esa estrategia: las acusaciones penales contra Maduro y varios de sus colaboradores más cercanos y el anuncio, por parte del secretario de Estado estadounidense, Mike Pompeo, de un plan de transición democrática. Por separado, muestran el compromiso del gobierno de Trump por derrocar a Maduro. En conjunto, revelan confusión sobre la mejor manera de hacerlo.
En estos momentos, la pregunta es hasta qué punto está preparado Estados Unidos para avanzar con una estrategia que, hasta ahora, ha dado pocos resultados tangibles y tal vez esté empeorando la situación para los venezolanos.
El despliegue naval estadounidense, cuyo propósito oficial es combatir el narcotráfico, tiene como objetivo enviarle a Maduro el mensaje de que su tiempo en el poder se terminó. Su escala recuerda la movilización militar antes de la invasión de Panamá en 1989, que terminó con el derrocamiento de Manuel Noriega. Afortunadamente, una acción similar resulta improbable en la actualidad.
Lo más seguro es que todo esto sea ruido de sables y una distracción costosa, tanto para la audiencia nacional como para la extranjera, y su utilidad aparentemente fue cuestionada incluso dentro del Pentágono. Sin embargo, el despliegue es una acción delicada y potencialmente riesgosa: un accidente o un paso en falso podrían generar una escalada violenta.
La movilización de las fuerzas militares hacia el Caribe forma parte del “garrote” del gobierno estadounidense y se realizó poco después de que el Departamento de Justicia acusara a Maduro y a otros altos funcionarios venezolanos por cargos de tráfico de drogas. Maduro lidera un régimen criminal que Estados Unidos considera ilegítimo y que es inmensamente impopular en Venezuela. Hasta ahora ha logrado mantenerse en el poder, a pesar de la campaña de presiones diplomáticas y económicas concertada por Washington, que incluye la imposición de duras sanciones al país en enero de 2019 y un respaldo sólido a las fuerzas democráticas dirigidas por Juan Guaidó, presidente de la Asamblea Nacional, reconocido por Estados Unidos y más de cincuenta gobiernos como presidente encargado de Venezuela.
En medio de las acusaciones y el despliegue naval, el plan para la transición democrática de Pompeo (que podría ser la “zanahoria”) propone un consejo de Estado políticamente equilibrado que no incluiría ni a Maduro ni a Guaidó y que convocaría a elecciones presidenciales y parlamentarias dentro de un año. La propuesta, aunque está sesgada hacia la opositora Asamblea Nacional, aborda muchos temas clave y se parece a un plan que Guaidó presentó hace seis meses y que el gobierno estadounidense no respaldó en ese momento. No es una sorpresa que el régimen de Maduro haya rechazado la propuesta con rapidez.
Si Estados Unidos ha adoptado una táctica de castigos y incentivos en el caso venezolano, se está realizando con poca sutileza y sin aparente coordinación. Es inconcebible que Maduro considere una propuesta de paz por parte del gobierno estadounidense luego de ser acusado. El representante especial del Departamento de Estado para Venezuela, Elliott Abrams, lo reconoció cuando dijo que Estados Unidos no busca cambiar la mentalidad de Maduro sino convencer a otros para que se encarguen de esto.
Abrams parece referirse al ejército venezolano. El marco de transición de Estados Unidos contempla algunas concesiones mínimas para las fuerzas armadas. Promete una ley de amnistía compatible con la obligación internacional de Venezuela de enjuiciar los crímenes atroces del régimen que han sido bien documentados, lo cual es apropiado. Además, dejaría a los integrantes del alto mando militar en sus cargos.
Pero las acusaciones penales del Departamento de Justicia incluyen al actual ministro de Defensa, un general en servicio activo. Resulta difícil comprender cómo podría lograrse que aceptara la propuesta de compartir el poder una semana después de las acusaciones en su contra. Los militares de Venezuela, profundamente involucrados en casos de corrupción y criminalidad, probablemente albergarán dudas similares a la luz de las acusaciones. Convencerlos requerirá negociaciones serias que les den garantías más amplias, pero la presencia de oficiales de contrainteligencia cubanos en los cuarteles sirve como un factor disuasivo para esas conversaciones. Es posible que los militares no apoyen a Maduro, pero quedarse con él es preferible a terminar en la cárcel.
Lo más extraño ha sido el momento escogido por Estados Unidos para ejecutar estas acciones, que se producen en el contexto del coronavirus. Mientras China envía suministros médicos a América Latina y el Caribe, el gobierno de Trump despliega destructores navales.
Aunque Venezuela solo ha reportado 166 casos confirmados de la covid-19 hasta el 7 de abril, el país podría ser el escenario de una catástrofe de dimensiones impensables. La corrupción y la negligencia de Maduro prácticamente han provocado el colapso del sistema de atención médica venezolano. No solo no hay suministros médicos, sino tampoco agua corriente, electricidad ni jabón. Los precios del petróleo se han hundido por debajo del costo de producción y hay una escasez de gasolina. Más de nueve millones de personas, o casi uno de cada tres venezolanos, sufren de inseguridad alimentaria.
Aunque el gobierno de Estados Unidos ha contribuido con más de 21 millones de dólares al plan de respuesta humanitaria de las Naciones Unidas en Venezuela, este sigue sin tener los fondos necesarios y enfrenta obstáculos como la falta de celeridad del régimen de Maduro. Además, no contemplaba la emergencia del coronavirus. Por ahora, cualquier programa efectivo de respuesta al covid-19 tendrá que considerar el control de Maduro sobre el territorio y la burocracia de Venezuela, así como con el reconocimiento de Guaidó por la mayoría de los países donantes occidentales. Esto ha provocado que muchas personas de la sociedad civil venezolana pidan una tregua humanitaria. Se trata de una petición difícil debido a la desconfianza mutua y la persecución continua de Maduro a la oposición, pero estos son tiempos excepcionales y vencer al coronavirus puede ser lo único en lo que ambas partes, y sus respectivos patrocinadores extranjeros, podrían estar de acuerdo.
Por su parte, parece improbable que el gobierno de Trump reconsidere su enfoque. Estados Unidos ha rechazado las exhortaciones crecientes a aliviar las sanciones económicas o permitir el intercambio de petróleo venezolano por ayuda humanitaria. Argumenta, de manera justificada, que Maduro es totalmente responsable del cataclismo económico de Venezuela, pero también afirma, de manera poco convincente, que las sanciones no empeoran las cosas. Actuar con dureza contra Maduro puede tener beneficios políticos para Trump, incluido el aseguramiento del voto de las diásporas venezolana y cubana en el sur de Florida. Pero mientras esa estrategia no logre su objetivo de una transición política, los venezolanos continuarán pagando un precio alto.
La actual política estadounidense debería priorizar el inminente desastre humanitario de Venezuela. La necesidad es urgente. Una pandemia despiadada no es el momento para los despliegues navales. Más bien, este es el momento de rediseñar la política de sanciones, proporcionar ayuda a través de canales responsables y presionar a los líderes del país para que trabajen juntos. Para que termine la pesadilla de Venezuela, Maduro debe irse. Pero, por ahora, salvar vidas debe ser lo primero.
Michael Shifter es presidente del Diálogo Interamericano, un grupo de expertos con sede en Washington que se centra en asuntos del hemisferio occidental.
Michael J. Camilleri es director del Programa de Estado de Derecho Peter D. Bell de la misma institución.