Lorenzo Silva retrata a la Guardia Civil con un cuidado semejante al de Le Carré cuando escribe sobre el espionaje británico.
Publicado en: El País
Por: Antonio Muñoz Molina
Uno de los placeres inmemoriales de la novela es el de asomarnos al funcionamiento de un mundo cerrado que despierta nuestra curiosidad y del que sabemos muy poco. Las tramas de John le Carré en sus mejores años a veces eran de una tortuosa complicación en la que uno podía perderse con facilidad: pero lo que de verdad nos atraía era la atmósfera menos aventurera que administrativa del servicio secreto británico, ese Circus por el que deambula como un fantasma absorto George Smiley, y en el que David Cornwell había trabajado antes de hacerse novelista y adquirir otro nombre más exótico. Smiley indaga en archivos, examina con sus gafas de aumento los expedientes que algún funcionario le ha traído en un carrito de ruedas. Es un mundo desconocido para nosotros y muy pronto se vuelve un mundo familiar, tanto como el de la policía judicial de París, donde trabaja a su ritmo el comisario Maigret, lento e infalible, con la eficacia doble de la adivinación intuitiva y de los protocolos de la burocracia francesa.
Nunca sabremos, ni nos importa mucho, en qué proporción se mezclan la solidez documental y la voluble fantasía. Georges Simenon llevaba muchos años escribiendo novelas del comisario Maigret cuando visitó por primera vez las oficinas en las que al parecer trabajaba su héroe. Los profesionales del espionaje británico aseguraban no tomarse muy en serio esas novelas escritas por alguien demasiado imaginativo que en realidad había tenido una experiencia muy limitada del oficio, en un puesto poco importante. Lo que sí nos importa es la sensación indefinible pero muy precisa de estar deambulando por un mundo real, hecho de reiteraciones y de ocasionales sorpresas, en el que la quiebra de la normalidad acaba teniendo el efecto de fortalecerla una vez pasada la crisis: cuando el traidor es descubierto, cuando la operación en territorio enemigo ha terminado, a veces con éxito o a veces con fracaso, siempre con la revelación de algo que antes no se había sospechado.
Nos seducen los misterios, pero nos seduce más todavía que acaben resolviéndose, y no de cualquier manera, sino con arreglo a un procedimiento establecido, con el que también nosotros estamos muy familiarizados, no de cualquier manera, no por una confesión repentina o, peor todavía, por un golpe de azar. Si cada novela contiene un proceso de descubrimiento, la novela policial o de espías lo representa con mayor integridad. El lector cree que es la impaciencia de la revelación final la que lo mantiene atado al libro: pero el final será satisfactorio, y persuasivo, si los pasos que conducen a él están bien organizados, del mismo modo que el último verso de un poema o la última frase de una sonata de piano se vuelven memorables en la medida en que ofrecen a la vez una conclusión necesaria y una sorpresa.
La realidad de cualquier investigación será sin duda más desorganizada que la de una novela policial, y sus finales unas veces serán del todo previsibles y otras quedarán en el aire. El lector, y más aún el espectador de series, está ya muy estragado por un género en el que la norma narrativa se convierte en un rosario de clichés, y en el que los estereotipos de los personajes se repiten tanto como las situaciones y los argumentos. No estamos contentos con nada: si hay un exceso de realidad, añoramos las reglas del género; si esas reglas se nos vuelven cansinas, buscamos el crudo estremecimiento de lo real.
En su última novela, El mal de Corcira, Lorenzo Silva ha logrado ese equilibrio elusivo entre la forma limpia de una trama policial y la consistencia en el retrato de un tiempo y de un mundo: el tiempo es el de la España de ahora mismo y la de los primeros años noventa, cuando más sanguinario era el terrorismo etarra y más infundada parecía la esperanza de vencerlo; el mundo, los mundos, es el de los cuarteles de la Guardia Civil, el de los juzgados, el de los procedimientos de la investigación policial, el de las vidas de los guardias civiles destinados en un territorio siempre hostil y con frecuencia letal, el de los protocolos que garantizan al mismo tiempo el mantenimiento estricto de la legalidad y la persecución del delito. Como en cualquier novela clásica de misterio, lo que desata la trama es el hallazgo de un cadáver, el de alguien que ha tenido una muerte inexplicada pero no accidental, un hombre desnudo de unos 60 años muerto a golpes en una playa de Formentera. La figura canónica del detective resulta ser la de un subteniente de la Guardia Civil, marcado por la misma ambivalencia que casi todos los demás personajes y todas las situaciones de la historia, un guardia civil al mismo tiempo improbable y convincente, con el cual los lectores de Silva están familiarizados desde hace muchos años y bastantes novelas: uruguayo de origen, integrado en una organización muy jerárquica, pero también algo exótico, con inquietudes intelectuales, con una inclinación observadora y reflexiva que en algún momento puede convertirse en cauce evidente de las opiniones de su autor.
Lorenzo Silva pone en el retrato de las interioridades de la Guardia Civil un cuidado semejante al de Le Carré cuando escribe sobre el espionaje británico. Hace falta haberse fijado y empapado mucho. Hay que sumar las cualidades imaginativas a las de la observación. Hay que lograr que el esfuerzo de la documentación no pese, sino que nutra las vidas visibles e interiores de los personajes. El misterio propulsa la narración hacia adelante: pero la flecha del tiempo narrativo, como el de las indagaciones de la policía judicial, puede volverse hacia el pasado, el de la biografía personal del narrador que investiga y el del país siempre convulso en el que vive y trabaja, en el que tomó la chocante decisión de hacerse guardia civil y la más rara todavía de presentarse voluntario para ir al País Vasco en los años de mayor carnicería y desolación, de chantaje social, de sumisión apacible y vileza. El pasado irrumpe en el presente como esas bombas de guerras antiguas que mutilan a un inocente muchos años después. La arquitectura de la ficción se corresponde con la de un devenir histórico demasiado cercano como para que vislumbremos su sentido, el reparto justiciero de honores y culpas. El testimonio de lo real sostiene la fuerza de la fábula. El desenlace está a la altura del misterio. La historia continúa más allá del libro, después del final de la novela.