Publicado en: The New York Times
Esta es la imagen: en un cuidado y elegante jardín, sentados a sana distancia, están Nicolás Maduro e Ignacio Ramonet. El gobernante venezolano viste de traje y corbata, y es ostensible que no está pasando hambre. El periodista francoespañol viste de manera más informal pero con mucha elegancia. Es evidente que se tiñe el cabello y el bigote. Ambos se agradecen y celebran mutuamente la tradición de estar juntos. Todo parece una puesta en escena para un comercial esperanzador: 1 de enero de 2021. ¿Qué le ofrece Nicolás Maduro a Venezuela este año?
En rigor, no es una entrevista. Ramonet no pregunta: acaricia. Sus interrogantes están diseñadas para que Maduro se autoelogie. Es un espectáculo inocuo, predecible. Maduro habla bien de sí mismo y Ramonet asiente. Maduro se repite y Ramonet sonríe. Maduro no dice nada y Ramonet casi aplaude. El gobernante, señalado por la Corte Penal Internacional de cometer crímenes de lesa humanidad, habla de la fortaleza de la “unión cívico-militar-policial” y dice que aspira a “la reconciliación de los venezolanos”. El periodista vuelve a asentir, sonríe de nuevo. Parece que, aun antes de que Maduro hable, Ramonet ya está de acuerdo. Más que una conversación, mantienen una complicidad.
Detrás de esta simple simulación, sin embargo, hay una historia difícil y trágica. Durante los últimos cinco años, con una gran violencia del Estado, se han ido agotando los posibles escenarios de salida de la crisis. Con la instalación de la nueva Asamblea Nacional (AN), realizada esta semana, se cierra un ciclo. El parlamento electo de manera democrática en diciembre de 2015 era el último espacio legítimo e independiente, el único ámbito institucional para el ejercicio de la democracia. Al ser invadido y tomado por el chavismo, después de unas elecciones llenas de irregularidades, en las que no participó la oposición ni el 80 por ciento del electorado y que no fueron reconocidas por buena parte de la comunidad internacional, las posibilidades de un cambio en Venezuela son todavía más complicadas.
Para la mayoría de los venezolanos, golpeados duramente por la crisis, el futuro es ahora más incierto y más pobre: se acabaron las alternativas.
El chavismo insiste, inútilmente, en tratar imponer su simulacro. No renuncia a su proyecto totalitario, pero, encima, pretende maquillarlo, venderlo como si fuera una democracia ejemplar. Su cinismo ya no es indignante sino patético. Cuando el canciller Jorge Arreaza condena “la polarización política y el espiral de violencia” en Estados Unidos, ya no resulta irritante sino ridículo, rebaja la diplomacia al nivel del absurdo.
Cuando Jorge Rodríguez, como presidente de la nueva AN, celebra la diversidad y promete impulsar un proceso de diálogo nacional no logra ya ni siquiera molestar a sus adversarios más radicales. Su sarcasmo es un monólogo tedioso que no le interesa nadie. Destruir la política también tiene consecuencias para el propio chavismo: su simulacro es ahora más frágil. Queda todavía más desnudo.
El liderazgo opositor ha cometido errores pero —hay que repetirlo— estos errores no hacen que el chavismo sea más democrático. Durante estas dos décadas y más allá de sus adversarios y de las coyunturas —incluidas las sanciones económicas—, el chavismo ha ido construyendo su escalada autoritaria. En el congreso del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) de 2009, Chávez abiertamente trazaba líneas para el desmontaje del capitalismo y la eliminación del “Estado burgués”. En ese proceso han terminado destruyendo casi todo. Han saqueado las riquezas nacionales y arrasado con el aparato productivo. La economía está dolarizada y el país está en quiebra. La corrupción es un trámite cotidiano, parte de la cultura de la supervivencia. La nación está sometida por una difícil mezcla de poderes donde conviven la fuerza militar y el crimen organizado. La oposición política ha sido aniquilada. El chavismo sigue avanzando hacia su verdadera utopía: el control absoluto, el fin de la democracia, un país sin política.
En ese camino, el próximo paso ya está en marcha: eliminar o controlar a los medios de comunicación y organizaciones sociales independientes que trabajan en el país. Esta semana, el chavismo ha incrementado desde distintos flancos la descalificación y ataques a oenegés y medios digitales que apoyan procesos de base, desarrollan reportajes de investigación, realizan denuncias y ofrecen una versión distinta de lo que ocurre, una versión del país que no aparece en las entrevistas de Nicolás Maduro. Ya neutralizado el parlamento, ahora el chavismo arremete directamente contra el espacio cívico, contra la ciudadanía. El ataque a estos medios y a estas organizaciones es la primera promesa de futuro que ofrece el Estado chavista en 2021. La comunidad internacional debe estar atenta y tratar de detener esta brutal campaña de asedio.
Mientras Nicolás Maduro e Ignacio Ramonet, en su lujoso escenario, juegan su coqueto y tierno ping pong simbólico, muy cerca de ahí agoniza Salvador Franco, un indígena de la etnia Pemón, preso político desde 2019. Franco está desnutrido y enfermo. Desde el 21 de noviembre del año pasado, un tribunal ha ordenado su traslado a un centro de salud y, sin embargo, la orden nunca se ha cumplido. Muere el 3 de enero en la cárcel El Rodeo.
Maduro habla de la fortaleza de la “unión cívico-militar-policial” y dice que aspira a “la reconciliación de los venezolanos”. Ramonet sigue asintiendo. Esta es la imagen completa.