Publicado en: El Espectador
Por: Andrés Hoyos
Lo normal es que un libro, casi cualquier libro, tome más de nueve meses en gestarse. Algunos toman décadas. Por lo general, la edición posterior es cuidada —últimamente no tanto— por editores especialistas. Se decide el formato y se imprimen de 400 ejemplares en adelante. A veces una fama breve o no tan breve conduce a tiradas mayores, reimpresiones y reediciones.
Sin embargo, he estado examinando a mi alrededor —soy un bibliófilo veterano y tengo miles de libros— y me está llamando la atención la orfandad creciente de estos miles. Ojo, siempre estoy leyendo, tres, cuatro, cinco, hasta diez libros en simultánea. Con alguna frecuencia no los termino. Igual, los libros que hay impresos en el mundo crecen a una tasa mucho mayor que la de la población, de suerte que por mera conclusión estadística, cada vez hay más libros huérfanos. Y por extensión abundan los escritos huérfanos, que nunca se convirtieron en piezas de periódico, como esta columna, ni de revista ni en libros.
Sea, pero un libro, cuando sale bien, es la forma más potente que se conoce de concentrar el pensamiento sobre cualquier tema. Y vaya que el mundo contemporáneo exige que se le piense mucho, así que ¿la orfandad de los libros es indicativa de alguna decadencia? Sí y no o todo lo contrario, como se dice desde el tiempo de los romanos.
No me voy a meter aquí con el consumo de papel, que en las últimas décadas proviene casi siempre de cultivos tecnificados con baja huella de carbono. Además, cada vez hay más libros digitales, que por definición son bytes, no objetos físicos. No obstante, estos últimos todavía aumentan muy por encima de los habitantes del planeta. Claro que no todos sobreviven —muchos se pican—, si bien las bibliotecas de todo tipo crecen día a día. Una sospecha optimista me dice que el espacio físico para guardar libros no se va a acabar.
Ahora bien, llegada cierta edad el dueño de una biblioteca privada se tiene que plantear el destino que va a tener la suya cuando deje de leer libros o simplemente se muera. Abrumar a una viuda, a un viudo o a unos hijos con tomos que ellos no escogieron es una inmensa injusticia. El mensaje debe ser: a ver, mis queridos, entren y llévense lo que quieran, del resto me encargo yo, afirmación que se debe hacer cuando la persona todavía tenga el ánimo de meter mano a los anaqueles. De cualquier modo, a los deudos les van a quedar tomos y tomos que no les interesan. De ahí la existencia de redes de recirculación cada vez más grandes y dinámicas.
Una esperanza remota para nosotros los escribidores —que no siempre escritores— es que nuestros textos vayan a parar a un inmenso archivo digital donde, de tarde en tarde, alguien pare y lea un trocito. ¿Encontrado tras buscar qué? Caramba, brillante idea la suya, llenar los textos de palabras o frases rimbombantes que seduzcan a los googleadores del futuro. Bueno, rían conmigo.
En fin, una biblioteca es una inmensa, limitada o casi diminuta declaración de intenciones de lectura, todo depende del parroquiano que la reunió. Igual, yo estoy rodeado de torres y estanterías de libros que sospecho ya son huérfanos o lo serán pronto. De tarde en tarde rescato algo y me sorprenden para bien mis ilusiones del pasado. También sigo comprando, aunque ya no al ritmo de hace 15 o 20 años. Está comprobado que el tiempo, pobres de nosotros, reduce nuestra capacidad y tiempo de lectura. Ni modos.
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