Publicado en: El País
Por: Irene Vallejo
El antiguo mito griego nos enseñó a buscar la verdad: es el símbolo de quienes queremos ver, aunque nos duela la vista
Criaturas sedientas de saber, nacemos con un apetito insaciable de curiosidad. Ya en la infancia deseamos explorar, mirar, recibir explicaciones, pues intuimos que cada pregunta nos aúpa hacia la edad adulta. De hecho, los signos de interrogación recuerdan a una escalera de caracol que serpea hacia lo alto de una torre. Durante toda la vida sentimos la atracción de esos torreones oscuros —los misterios y los secretos—. Cuando la realidad se difumina envuelta en la noche y la bruma, como en una novela policiaca o una película noir, queremos ver, entender, abrir los cerrojos con la ganzúa de nuestros propios ojos.
De esta sed bebe la fascinación actual por la novela negra, un género joven que aflora —según los estudiosos— en la imaginación febril de Edgar Allan Poe. Esas tramas laberínticas se agazapan en las calles hacinadas y oscuras de la ciudad industrial, la jungla de asfalto donde es posible el crimen anónimo y el enigma sobre la identidad del asesino. El crash bursátil y financiero de 1929 dio vida a la literatura negra contemporánea, con su crudo retrato de las turbias conspiraciones urdidas en siniestros sótanos, las nubes de humo y la niebla venenosa que ocultan el delito. Desde entonces, en cada crisis económica vuelve a germinar el noir para recordarnos que esas sucias cloacas no son sino una extensión de los lujosos despachos de la riqueza y el poder.
La palabra “detective” contiene una antigua raíz latina que significa “levantar el tejado”. Descubrir algo implica retirar aquello que lo esconde: detective es quien ve más allá de las fachadas y máscaras. Su oficio consistiría en imitar al Diablo Cojuelo, protagonista de la novela picaresca de Luis Vélez de Guevara. En un momento memorable de nuestro Barroco, encaramado a medianoche a la torre de una iglesia, el demonio ofrece a su acompañante enseñarle todo lo que sucede en la Babilonia española, “y levantando los techos de los edificios, por arte diabólica, se descubrió la carne del pastelón de Madrid, como entonces estaba, patentemente, y tanta variedad de sabandijas racionales”. Al retirar el hojaldre de los tejados, afloran las mezquindades humanas.
Este afán por ver y desvelar que alimenta la ficción policiaca tiene un precedente en la antigua Grecia, allí donde nacieron la democracia y la filosofía. En una ciudad asolada por la peste, Edipo investiga la muerte del rey de Tebas, sucedida años atrás en extrañas circunstancias. Como Sam Spade o Lisbeth Salander, Edipo es terco, violento, perspicaz y desarraigado: abandonado al nacer, no conoce sus verdaderos orígenes ni sus raíces familiares. Una y otra vez sufre presiones para abandonar sus pesquisas (“si en algo valoras tu vida, no investigues”), pero persiste hasta encontrar la verdad, por dolorosa que sea. Tras interrogar a los testigos del crimen, emerge en la memoria de Edipo el recuerdo de una confusa pelea en una encrucijada, de la que huyó tras golpear a un desconocido. Atormentado, descubre que él mismo —sin saberlo— asesinó a su padre y, después, se casó con su madre, cometiendo así parricidio e incesto. Tras el terrible hallazgo, se arranca los ojos. En un impactante giro final, Edipo resulta ser a la vez investigador, juez y asesino.
Igual que en la obra de Sófocles, nuestro mundo vuelve a afrontar una epidemia cuya crudeza y mortandad nos sobrecogen cada día. Ante el horror, algunos han esgrimido que las imágenes de la catástrofe debían quedar ocultas. Las tablas y los números desnudos han escondido los rostros del sufrimiento, arrojando toneladas de frías cifras sobre los estragos de la muerte. Como nos recuerda el fotoperiodista Gervasio Sánchez, la sociedad necesita una memoria de la tragedia, una documentación respetuosa pero irrenunciable de las aristas sensibles del dolor. Ciertas voces lúgubres intentan desprestigiar el saber de los expertos y el papel de la prensa, que siguen siendo los imprescindibles detectives para alzar telones y tejados. El antiguo mito griego nos enseñó a buscar y reclamar la verdad: es el símbolo de quienes queremos ver, aunque nos duela la vista y la vida.
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