Publicado en: El Nacional
Cuando mi mujer me toma una fotografía y luego me la enseña, tengo un estremecimiento. “¡Caramba! –exclamo– ¿Soy yo ese vejete? ¡No puedo creerlo!”. En mi caso, la explicación más obvia de tal sorpresa es que no me siento viejo por dentro. Hablo, escribo y me muevo en el mundo con la fogosa agitación de siempre. Por eso no me gusta el trato respetuoso reservado a los viejos. Por ejemplo, que me llamen don Plinio o, lo que es peor, don Apuleyo, don Apolonio, o don Epicúreo, como me ocurre a veces cuando se dirigen a mí utilizando mi segundo nombre, aquel que mis padres eligieron que me fuera puesto en una pila bautismal de Tunja sin reparar en mis feroces pataleos de protesta.
Aun si uno quiere hacerse el desentendido con la vejez, esta termina imponiéndose. Hay algo que la recuerda todos los días: las píldoras o tabletas recomendadas por los médicos para mantener bajo control la presión arterial, el colesterol o la tiroides. Es una obligada rutina diaria. Pero un día, cuando yo consideraba que todo lo tenía bajo control, una repentina isquemia cerebral, acompañada de un pequeño mareo, me obligó a internarme en una clínica. Desde entonces, después de movilizarme en una silla de ruedas, me sirvo de un bastón para asegurar el equilibrio. A pesar de eso sigo fiel a mi trabajo diario, como si nada hubiese ocurrido. Pero la gente no se engaña.
La vejez carga el peso de muchos recuerdos: peso duro cuando sus protagonistas han desaparecido. Como lo he escrito alguna vez, por esa razón no puedo volver a Barranquilla, ciudad donde viví en la década de los años setenta. Era entonces un joven cachaco. A la 1:00 de la tarde o a las 7:00 de la noche me detenía en La Cueva para beber una cerveza con una tribu alegre y estrepitosa de amigos barranquilleros como Álvaro Cepeda, Alejandro Obregón, Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas, Guillo Marín, Eduardo Vilá, Ricardo González Ripoll o el «Chorlo» Maldonado. Oigo sus risas y sus bromas. Desbordaban de vida. Pues bien, todos han muerto, así como el supremo amigo de todos: Gabo.
Cuando mi mujer me toma una fotografía y luego me la enseña, tengo un estremecimiento. “¡Caramba! –exclamo– ¿Soy yo ese vejete? ¡No puedo creerlo!”. En mi caso, la explicación más obvia de tal sorpresa es que no me siento viejo por dentro. Hablo, escribo y me muevo en el mundo con la fogosa agitación de siempre. Por eso no me gusta el trato respetuoso reservado a los viejos. Por ejemplo, que me llamen don Plinio o, lo que es peor, don Apuleyo, don Apolonio, o don Epicúreo, como me ocurre a veces cuando se dirigen a mí utilizando mi segundo nombre, aquel que mis padres eligieron que me fuera puesto en una pila bautismal de Tunja sin reparar en mis feroces pataleos de protesta.
Aun si uno quiere hacerse el desentendido con la vejez, esta termina imponiéndose. Hay algo que la recuerda todos los días: las píldoras o tabletas recomendadas por los médicos para mantener bajo control la presión arterial, el colesterol o la tiroides. Es una obligada rutina diaria. Pero un día, cuando yo consideraba que todo lo tenía bajo control, una repentina isquemia cerebral, acompañada de un pequeño mareo, me obligó a internarme en una clínica. Desde entonces, después de movilizarme en una silla de ruedas, me sirvo de un bastón para asegurar el equilibrio. A pesar de eso sigo fiel a mi trabajo diario, como si nada hubiese ocurrido. Pero la gente no se engaña.
La vejez carga el peso de muchos recuerdos: peso duro cuando sus protagonistas han desaparecido. Como lo he escrito alguna vez, por esa razón no puedo volver a Barranquilla, ciudad donde viví en la década de los años setenta. Era entonces un joven cachaco. A la 1:00 de la tarde o a las 7:00 de la noche me detenía en La Cueva para beber una cerveza con una tribu alegre y estrepitosa de amigos barranquilleros como Álvaro Cepeda, Alejandro Obregón, Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas, Guillo Marín, Eduardo Vilá, Ricardo González Ripoll o el «Chorlo» Maldonado. Oigo sus risas y sus bromas. Desbordaban de vida. Pues bien, todos han muerto, así como el supremo amigo de todos: Gabo.