Publicado en: El Espectador
Por: Andrés Hoyos
Esta es la cuarta vez que escribo la misma columna, claro, con otras palabras para no engañar a nadie y con tal cual detalle reciente.
La amplísima e intrincada orografía colombiana ha sido uno de nuestros grandes retos – son impagables los trenes sobre nuestras cordilleras, las carreteras se derrumban, sobre todo por falta de túneles, y cada tantos años las sequías producen estragos –, pero a nadie le cabe duda de que en últimas las montañas nos traen una inmensa riqueza: el agua. Sí, contienen otros minerales, una inmensa biodiversidad, posibilitan cultivos como el café, el cacao, el aguacate y demás frutales, las hortalizas, pero sobre todo nos aportan millones de toneladas del líquido de la vida. En agua, cuya escasez es tan sentida en tantos países, aquí abunda. ¿Abunda? En efecto, y como suele pasar con tales abundancias, en ocasiones sobreabunda, por ahí cada diez años. También hay sequías, aunque ese no ha sido el caso de 2020 ni en el momento el tema es de recibo en una columna.
Lo que no se puede decir es que los excesos o las escaseces sean sorpresivos. Los meteorólogos los predicen con una seguridad bastante grande. El de ahora se conoce como el fenómeno de La Niña, llamado con ese nombre porque se enfrían las corrientes del océano Pacífico cercanas a Suramérica. El exótico nombre proviene de su contraposición con el masculino, El Niño, fenómeno que produce sequías y que por empezar en los meses cercanos a Navidad, cuando hace 2000 años nació un niño proverbial, lo bautizaron así. Si bien las razones exactas de cada fenómeno se desconocen, se presume que el uno y el otro son reflejos. La última Niña, aún más malcriada que la actual, ocurrió en 2010 y todos recordamos que medio país se inundó.
No tendré que recordar a un colombiano los titulares, historias, reportajes y cubrimientos periodísticos, de signo inverso, que generan La Niña y El Niño cuando aparecen. Los periodistas se ensañan entonces con las tragedias, aunque se les olvida recordar lo recurrentes que son. Al igual que yo, ellos podrían reciclar noticias de unos años antes, cambiando apenas algunos detalles concretos.
Dicho de otro modo, si un país como este es millonario en el oro del agua, así a veces escasee, lo imperdonable es no invertir mucho en su aprovechamiento. ¿Por qué no lo hemos hecho, porque somos pobres? Sí y no o todo lo contrario. La verdadera explicación es que los colombianos – y permítame que nos cuente a todos, incluyéndome a mí – somos indolentes. Solo parece interesarnos lo que nos va a dar réditos mañana o, por tarde, pasado mañana. La agricultura nacional, para hablar de esa hija predilecta del agua, está superatrasada. La mitad del misterio en ella es el manejo cuidadoso de la lluvia. Hay que desaguar los cultivos sin llevarse la tierra cuando llueve demasiado e irrigarlos cuando no. Pocas inversiones más evidentes que las de embalsar aguas o proveer desagües.
Aunque no es ciencia nuclear, sí se necesita que el Estado atine en el manejo del agua, claro, teniendo en cuenta a los privados, quienes en últimas son los encargados finales de desarrollar los cultivos. Colombia, por estar donde está, necesita un Ministerio del Agua. Nada menos. Pero revise usted y verá que algo por el estilo no suele figurar en los programas políticos. Es que a los políticos el clientelismo no les deja tiempo para pensar. Un panorama, más recurrente, patético.
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