Publicado en: El Espectador
Por: Andrés Hoyos
La fórmula que nos proponen, una vez más, es aparentemente infalible: hay que perseguir a los narcotraficantes que venden drogas al público —en especial a los adolescentes del país—, decomisar las dosis personales que se hallen y multar a los dueños. Ojalá fuera posible encarcelar a los consumidores como en el pasado, pero nadie se atreve. De resto, hay que fumigar con glifosato las 200 mil hectáreas de cultivos de coca del país y los otros miles con cultivos de marihuana. La fórmula, según eso, es bastante cínica, porque asperjar con glifosato, aparte de exfoliar la naturaleza circundante y envenenar los ríos, puede producir cáncer en quienes entran en contacto con el herbicida. Claro, es su culpa por vivir al lado de un cultivo ilícito. No están cogiendo café.
Aparte de la dosis mínima de cinismo que condimenta la fórmula, ¿qué tiene de malo algo tan apegado al sentido común como eso? Bueno, tiene de malo que no ha funcionado nunca en ninguna parte y que, en vez de arreglar el problema, lo perpetúa y lo agrava. Los datos, según su costumbre, son tozudos. Llevamos casi medio siglo de guerra contra las drogas y el problema no ha hecho más que crecer. Estados Unidos, el origen del prohibicionismo, es de muy lejos el país con más muertes por sobredosis, mientras que en los países tolerantes de Europa estas son raras. Estados Unidos también tiene el 25% de la población carcelaria del mundo, con solo el 5% de los habitantes; cerca de la mitad están presos por temas relacionados con drogas.
El porcentaje de usuarios de psicotrópicos no ha variado mayor cosa en el agregado mundial. Incluso subió de 4,9% a 5,3% entre 2006 y 2015. Siempre habrá personas dispuestas a abusar de algo —cocaína, papas fritas, chicharrones—. ¿Se les ayuda echándolos a la cárcel u ofreciéndoles tratamientos para sus adicciones? Si las papas fritas y los chicharrones estuvieran prohibidos, habría mafias vendiéndolos. En cambio, si las drogas no fueran ilegales, no habría jíbaros haciendo todo lo posible por encontrar clientes adolescentes en los colegios. Las mafias las crea la prohibición, no los productos que esta aspira a controlar. Sin prohibición, no solo no tendríamos los muertos del narcotráfico, sino que el abuso de las drogas —y la mayoría de los consumidores no abusa— se podría tratar como el problema de salud pública que es.
Grosso modo, hay dos soluciones. Solución A: despenalización para adultos (no para menores), impuestos altos, grandes campañas publicitarias para desestimular el consumo —parecidas a las que en otros países se aplican con éxito al tabaco que, por si las moscas, es la más letal de las drogas después de los opioides— y tratamiento para adictos. Solución B: seguir llenando las cárceles y los bolsillos de los narcotraficantes. No sé por qué se extrañan tanto de que los usufructuarios de un mercado ilegal hagan lo que sea para crecerlo. Un negocio, no por criminal, deja de ser negocio. La única solución es quitárselos a los narcotraficantes, primero una parte, luego la siguiente y así.
El ser humano no es perfectible ni es función del Estado volvernos buenos. Lo único sensato es dar libertad a la gente y tratar a los que se enferman por abusar de ella. Infortunadamente, en Colombia estamos lejos de dar un viraje en la guerra contra las drogas, así que permanecerán abiertos los cementerios y las cárceles, porque seguirán llegando las víctimas de nuestra acomplejada estupidez.