Publicado en: NTN24
Por: Héctor Schamis
El 11 de septiembre de 2001 se inició una era, la de actores no estatales con la capacidad de golpear e infligir daño severo a los Estados. La primera potencia mundial fue atacada en el centro de su poderío político, militar y financiero, nada menos, en una declaración de guerra que no discrimina entre civiles y militares. Veinte años más tarde, ese periodo de la historia se clausura. Quien albergaba a aquellos terroristas, el régimen Talibán, adquiere hoy una inusitada legitimidad internacional.
Tanta que Antonio Guterres les “pidió” que actúen con moderación y respeten los Derechos Humanos, “especialmente de las mujeres y las niñas”. Por su parte, el vocero del Departamento de Estado de Estados Unidos “exhortó” a los nuevos líderes de Afganistán a “formar un gobierno inclusivo con mujeres en él” (en junio, el mismo funcionario había advertido al Talibán que no reconocerían un gobierno impuesto por la fuerza).
El nuevo gobierno respondió que las mujeres tendrán derechos, aquellos que estipula el Sharía. Como es sabido, el trabajo y la educación femeninos están entre las prohibiciones de dicho ordenamiento jurídico, así como votar y transitar por la vía pública sin ser acompañadas por un hombre. Es que no se considera a la mujer un sujeto autónomo y como tal susceptible de derechos. En las imágenes de mujeres en la calle cubiertas por pintura, o sea, borradas, reside este no tan nuevo ni moderado Talibán que algunos imaginan.
Josep Borrell, a su vez, Alto Representante de Política Exterior de la Unión Europea, afirmó que “la UE debe hablar con los talibanes porque han ganado la guerra”. Borrell perdió la brújula normativa hace tiempo, dejando por el camino los objetivos y valores que debe representar: libertad, derechos, democracia. Incumple así con los principios que dan razón de ser a la comunidad política europea. Lo mismo ocurre cada vez que “habla con” las dictaduras de Cuba y Venezuela.
“La debacle de Biden” a la que se refiere “The Economist” en todo caso se trataría de una responsabilidad compartida con Europa, OTAN y Naciones Unidas, y es algo más grande que una derrota militar. Persiste en Washington el argumento que el problema no fue la decisión de abandonar Afganistán sino su ejecución improvisada. Enfocarse con exclusividad en “el cómo” implica reducir esta crisis a una mera operación mal planificada o una logística errada.
Y en realidad la debacle en cuestión es moral. Las imágenes de personas colgadas de aviones que despegan sin ellos abruman. Las escenas de madres que entregan a sus bebés a soldados por encima de un muro, aparentemente para salvarlos del Talibán, evocan los trenes del Holocausto. Las mujeres que deben deshacerse de sus libros especifican con ello los derechos que conservarán—que perderán—bajo el Sharía.
Queda la angustia de la humillación, un malestar ético colectivo y un persistente sabor amargo en la boca. Abandonar a aliados, colaboradores, traductores—o, simplemente, a las mujeres—cuyas vidas están ahora en riesgo es sobre todo una derrota normativa. Biden dijo que Estados Unidos fue a Afganistán a encontrar a Bin Laden, no a construir instituciones (nation building). Los afganos dejados detrás sugieren lo contrario, tanto como el extraordinario presupuesto de US-AID, la agencia de cooperación internacional, destinado a la promoción de la democracia, gobernanza y sociedad civil durante dos décadas.
Ese es “el cómo” importante de la caída de Kabul, no la logística. Es algo así como la caída del Muro de Berlín pero a la inversa. Presagia un cambio de época, el surgimiento de un orden opresor tolerado por Occidente, quizás absuelto y legitimado. De ahí que no se trate de una derrota en el campo de batalla. Eso es lo de menos, Estados Unidos también perdió en Corea, en Vietnam y en Bahía de Cochinos, lo cual no implicó un cambio sistémico internacional, mucho menos la naturalización de la tiranía. Por todo ello, esta capitulación no es tan solo o siquiera militar. Se trata de una capitulación civilizatoria; de Occidente como un todo, esto es.
“Occidente”, concepto sostenido por dos pilares epistemológicos: el Racionalismo y la Ilustración. El primero postula que el conocimiento se deriva del razonamiento deductivo, no de verdades reveladas por monarca, iglesia, Estado o partido alguno. La segunda es la corriente intelectual y filosófica que de manera complementaria proclamó la centralidad de la libertad individual y la tolerancia religiosa; o sea, los derechos. Allí reside su identidad, eso somos.
Que tiene validez universal, con y sin etnocentrismo. Por ello el relativismo cultural debe ser muy relativo, valga el juego de palabras. Pues el problema no es el Islam, sino el integrismo, yihadismo y fundamentalismo musulmán, una distorsión perversa de los textos religiosos, una politización sesgada de la fe para normalizar un sistema de dominación despótico.
Por ponerlo de otro modo: no hay relativismo cultural que pueda justificar condenar a las mujeres a la ignorancia y la sumisión. Un cierto feminismo de hoy dedica más energía a disciplinar el lenguaje, la banal corrección política, que a defender con intransigencia los derechos universales de las mujeres, hoy suprimidos en Afganistán con la restauración de un brutal despotismo. Esa es la verdadera capitulación ocurrida en Kabul.
El “Choque de Civilizaciones”, noción originalmente esbozada en 1993, apenas parece estar comenzando. Huntington distingue nueve civilizaciones, que hoy digo podrían simplificarse a dos en base a un mínimo común denominador: sociedades con libertades o sin ellas; la vida colectiva organizada en base a individuos que gozan de derechos o que padecen su ausencia; sistemas políticos con ciudadanos o con súbditos.
Ese es el conflicto civilizatorio de fondo, en Afganistán y en todas partes. Debilitado, fragmentado y con su identidad erosionada, Occidente no lo va ganando. A veces ni siquiera parece estar dando la pelea.