Por: Héctor Abad Faciolince
Casi todo el mundo cree que es la política —los gobiernos, los presidentes— aquello que cambia el mundo, para bien o para mal.
Es difícil negarlo: Putin invade Crimea y cambia el mapa de Europa; los que hablaban ucraniano hablarán ruso, la moneda no será ya la grivna sino el rublo, y las costumbres tenderán a moldearse más por el estilo de la Rusia imperial que por el de la Unión Europea. Putin, en Crimea, no solo tiene la fuerza de su ejército sino incluso el apoyo de una parte de la población (como cuando Theodore Roosevelt se tomó Panamá), y por las buenas o por las malas anexará ese territorio a la Confederación Rusa.
Pero no vamos tan lejos, miremos lo que pasa en el país vecino. Chavistas y antichavistas están de acuerdo en una sola cosa: en que la revolución bolivariana cambió a Venezuela. Para bien, según los primeros, y para mal, según los últimos, pero muy pocos dudan que las cosas buenas o malas que hoy hay allá se deben a las políticas del gobierno.
Decir, entonces —en un día de elecciones como hoy—, que no importa mucho por quién se vote para el Congreso, porque quienes cambian el mundo no son los políticos, sino los creadores, es proponer una idea contraria al sentido común, e impopular. Y sin embargo sostengo que en el mundo hay pensadores, objetos y creaciones técnicas y culturales que tienen mucho más importancia que la ideología. Lo que hacen biólogos, informáticos, matemáticos, médicos, periodistas, ingenieros, inventores, urbanistas y creadores en general es tan fuerte, que es capaz de arrasar o al menos de arrastrar a todos los políticos.
Antes a tipos como Putin o como Maduro se los podía combatir solamente oponiendo violencia a su violencia, preparando un ejército para combatirlos, un ejército tan poderoso o más poderoso que el de ellos. Se hacía la guerra “como una continuación de la política por otros medios”, según la famosa sentencia de von Clausewitz. Pero como señala Frederick Forsyth, a Putin no se lo combate enviando naves de guerra al Mar Negro, sino haciéndole ver a la población de Ucrania —como también empieza a verlo la rusa— que el poderío de su presidente (como el de Chávez o Maduro) está en la suerte de tener un subsuelo rico en gas y petróleo, pero no en la capacidad de crear cosas útiles para su población o para el resto del mundo. ¿Alguien compra carros, aviones, computadores o medicinas rusas? Incluso para vender armas, dice Forsyth, “tienen que regalarlas”. Rusia pierde en el campo de las ideas, es decir, de la creación. Y hoy la guerra se combate con creatividad.
Brasil es grande porque exporta aviones; Islandia y Corea del Sur hacen teléfonos; Internet y Viagra no se inventaron en Cuba sino en Estados Unidos y Gran Bretaña; ni Google ni Wikipedia son rusas; el genoma humano no se descifró ni en Pekín ni en Moscú y sobre células madre se investiga mucho más en Tokio que en Odessa. Chile y Colombia le venden a Venezuela la comida que allá —por trabas del gobierno— no pueden producir. Y así sucesivamente.
En la política no está el poder creativo de las naciones; al contrario, la política puede cercenar la capacidad innovadora de un país, y en ese sentido su capacidad de hacer el mal es mucho más potente que su capacidad de hacer el bien. Destruir es mucho más fácil que construir. Y las cosas no se construyen con ideología barata, sino con educación y libertad, con estímulos al mérito y recompensa al esfuerzo y a la creatividad.
El imperio soviético se derrumbó cuando los obreros y campesinos de un régimen creado supuestamente para favorecer a los obreros y campesinos, vieron que los obreros y campesinos del otro lado de la frontera vivían mejor que ellos. La guerra contra Putin no es con tanques, sino con información. E igual en Venezuela: lo que provocará la caída de Maduro no serán las balas, sino la evidencia de que la gente está viviendo peor que antes: y no solo los ricos, como dicen los chavistas de acá, sino casi toda la población.