Fintan O’Toole: “Es la primera vez que EE UU provoca la impresión de ser un lugar digno de lástima”, por Juan Cruz

“Es la primera vez que EE UU provoca la impresión de ser un lugar digno de lástima” - Juan Cruz
Fintan O'Toole, en el Edinburgh International Book Festival, el 21 de agosto de 2019. Cortesía: Simone Padovani

El ensayista irlandés Fintan O’Toole ve paralelismos entre la forma de gobernar “disfuncional” de Boris Johnson y Donald Trump

Publicado en: El País

Por: Juan Cruz

Fintan O’Toole, irlandés de 62 años, es crítico de teatro y ensayista cuyos últimos textos sobre Boris Johnson, el Brexit y la pandemia según el primer ministro inglés y Donald Trump, le han hecho punto de referencia sobre el presente drama mundial. Sobre el Brexit escribió un libro de escalofrío (Un fracaso heroico. El Brexit y la política del dolor. Capitán Swing, 2020) y lleva muchos números de The New York Review of Books, donde escribe asiduamente, publicando ensayos sobre aquellos protagonistas oscuros de la política anglosajona de nuestra época.

Es también una personalidad televisiva en Estados Unidos y en Inglaterra y ha sido director del Irish Times de la tierra de Samuel Beckett. A alguna obra de este último, como Esperando a Godot, o a algunas celebradas ocurrencias de Monty Python dice que se parece la época que se vive en los países en los que es referencia. Habló con EL PAÍS por Skype desde su muy ilustrada biblioteca de Dublín.

Pregunta. Escribió del dolor por Inglaterra en su obra sobre el Brexit y ahora dice que tiene lástima de Estados Unidos bajo Trump. Dos grandes países, un similar sentimiento.

Respuesta. Si eres irlandés y vives aquí estás mucho más próximo a Inglaterra que a Estados Unidos. Desde el punto de vista cultural y de la historia somos parte del mundo de habla inglesa. En gran medida, buena parte del relato irlandés con respecto a Gran Bretaña tiene un componente de autocompasión: lamentamos nuestra suerte con relación al vecino. Es algo que ocurre con muchas de las antiguas colonias británicas. Hay una tristeza genuina. Si retrocedemos apenas unos años, a 2011, parece otro mundo. Fue la primera vez que un monarca británico pudo visitar Irlanda en cien años. Es extraordinario que ocurra esto entre dos países tan cercanos. Cuando vino la reina Isabel II de visita no me interesó el tema. Luego me resultó desconcertante lo conmovedor que fue todo. La impresión fue de liberación. Ya pasó todo: adiós a la autocompasión, todas estas cadenas que nos encierran, las políticas de identidad nacional, todo esto se terminó. Es lo que había conocido toda mi vida, los conflictos de Irlanda del Norte, el proceso de paz…, fue muy doloroso lidiar con todo eso. Luego llegamos a un momento en que, de forma madura, podemos reconocer la existencia del otro y reconocer además que tenemos una relación de amistad a escala humana. Casi todo el mundo en Irlanda tiene primos ingleses y muchos ingleses tienen una abuela irlandesa. A escala humana hemos estado mucho más cerca que en el plano político y por fin la política estaba recuperando el desfase que tenía respecto de los aspectos puramente humanos. Y, de repente, cuando surgió el Brexit en 2016, hubo un clima de autocompasión constante en las dos islas. Veíamos cómo surgía el fenómeno en Inglaterra y fue un poco chocante.

P. Con respecto a Estados Unidos no hay dolor sino lástima. Lástima por el país más poderoso de la tierra.

R. Todos tenemos unos sentimientos encontrados respecto a Estados Unidos. A lo largo de toda nuestra vida Estados Unidos ha sido una presencia realmente muy fuerte. Suelo pasar unos cuatro meses al año allí, conozco bastante bien el país y es la primera vez, viendo cómo se desenvuelven bajo Donald Trump, y viendo la catástrofe del coronavirus, que te quedas con la impresión de que es un lugar digno de lástima. Ha habido tal implosión de las políticas públicas que se ven incapaces de cuidar de sus ciudadanos de la forma más básica. Todos los gobiernos han cometido errores, nadie es perfecto, tampoco España, pero la negligencia deliberada que hay en el centro de Estados Unidos en este momento nos da fuerza para recordar que la mayoría de la gente no votó a Trump. Hay cierto discurso que subraya que ya que eligieron a Trump tienen lo que se merecen, pero nadie se merece esto realmente. Esa capacidad de observarlos desde fuera, con afecto, con admiración hacia los aspectos mejores de Estados Unidos, te lleva ahora a la impresión de que el lugar se está yendo al garete. Y algo parecido ocurre con el Reino Unido. De manera sucesiva han sido las grandes potencias de Occidente. El lugar del imperio británico lo ocupó Estados Unidos, y ambos países, en la crisis actual, se ven incapaces de hacer aquello que primero se espera de una nación, que es proteger a sus ciudadanos.

P. Dice usted en su libro sobre el Brexit que cuando tu vecino sufre parece razonable entender la causa de su aflicción. ¿Ahora mismo cuál es la causa de la aflicción inglesa?

R. Lo que ha ocurrido en Gran Bretaña es que una serie de fuerzas profundas subyacentes se han juntado todas al mismo tiempo. Por un lado, están las consecuencias muy profundas del ataque a la socialdemocracia por parte de Margaret Thatcher, a partir de 1979. Las instituciones construidas por los británicos que funcionaban aportaban a la gente un sentido de pertenencia. En mi libro hablo también de los tiempos de mi padre, cuando muchos emigraron de la Irlanda independiente a Gran Bretaña, y realmente emigraron para beneficiarse de esa socialdemocracia. Si eras alguien pobre de clase trabajadora, podías tener oportunidades y, más importante aún, había oportunidades para tus hijos. Por ejemplo, la educación universitaria gratuita, el Servicio Nacional de la Salud, el acceso a la vivienda…, esas cosas eran cruciales para mantener el lugar unido en un contexto posimperial. El desmantelamiento gradual de todo esto ha tenido un efecto muy profundo en la sociedad, que después recurre al recuerdo grandioso del imperio y todo ese drama. Es algo que está siempre presente en el recuerdo, pero no debería ser importante ahora mismo. Solo es importante por todo lo que ha sido desmantelado.

P. Y el reino se desunió…

R. De esto sabéis algo en España: no es fácil mantener un reino unido formado por diferentes nacionalidades. Los británicos están sufriendo ahora las consecuencias de haber tenido tanto éxito en este aspecto. Si obviamos el caso de Irlanda, que siempre fue muy difícil, resulta extraordinario que estas tres naciones que conviven en una misma isla encontraran una forma de vivir juntas en un mismo Estado. El imperio fue un factor clave: merecía la pena porque nos tocaba un cacho del imperio más grande del mundo. Servía para mantenerlos unidos y es algo que dieron por hecho: esto era lo normal. Siguen hablando de ello, incluso los liberales conservadores, que son una raza que se está extinguiendo en el Reino Unido y son de la etapa anterior de Boris Johnson. Hablan de sí mismos como de una nación. Hay una casta gobernante que nunca se ha tomado en serio la idea de que tal vez haya más de una nación. Esto no significa que el reino se tenga que desmoronar, pero si no hablas de ello, si no prestas atención al asunto, si presupones que hay un arreglo permanente, entonces es cuando se puede desmadejar desde dentro, que es lo que creo que está ocurriendo. Tenemos el auge del nacionalismo escocés, del nacionalismo galés, incluso del nacionalismo inglés. Y luego está la anarquía de los gobernantes. Es una contradicción que la clase gobernante sea tan anárquica, pero es así. La situación es paralela a la de Estados Unidos, donde tienes una clase gobernante enganchada a un camino de destrucción y disfunción.

P. ¿Cómo han acabado ambas naciones haciéndose daño a sí mismas y voluntariamente, como si hubieran elegido a los peores doctores para enfermedades realmente graves?

R. Estoy de acuerdo con usted. Además, hay ciertos paralelismos con el fascismo. El fascismo es algo horroroso, pero a la vez es muy serio. Hay un programa detrás. Los fascistas saben lo que quieren hacer con la sociedad. Lo curioso de Johnson y Trump es que son muy diferentes, pero comparten un extraño sentido de representación escénica, son productos de los medios. Johnson es periodista de profesión. Sabemos que hay muchos periodistas que tienen éxito por ser muy hábiles a la hora de venderse, más que por lo que escriben. Se convierten en estrellas, no pasa nada por recibir algún sobre, no tienen miedo de mentir, se convierten en personajes. Hace falta ser un poco psicótico para hacer esto. Johnson es así: un narcisista. Y Trump es alguien que interpretó a un rico en la televisión. Se presenta como el hombre de negocios brillante, el que hizo el papel de magnate en la tele, y es así como lo ven muchos estadounidenses. La gente lo conocía de Nueva York, pero en Ohio no lo conocían más allá de ser el que salía en la pantalla. El mundo de los medios es el que ha producido estos personajes que sobreviven y prosperan mediante la creación continua de caos y drama. Son personalidades psicóticas que saben que, mientras haya caos, ellos van a estar a sus anchas. Parecen decir: se me da mejor gestionar el caos que a los demás porque me importa todo un carajo. Esta es una constante en su vida personal, en su vida profesional y ahora también en su vida política. Es un fenómeno extraño que las clases gobernantes (hubo en Estados Unidos y en Gran Bretaña clases gobernantes serias) hayan sucumbido a estos personajes. Lo curioso es que estos tipos tan estrafalarios no se hayan topado con más resistencia por parte de los conservadores. Se presentan como representantes de movimientos conservadores, pero no son conservadores en absoluto.

P. Son países científicamente muy avanzados. Y sin embargo están en un caos sanitario inigualable.

R. Tuvieron tiempo, la pandemia se extendía y se iba acercando a ellos, pero contaron con unas semanas cruciales para prepararse, para aprender lecciones. Ambos países gozan de un entorno científico formidable y ambos tienen la capacidad de imprimir dinero, así que pueden dedicar todo el dinero que quieran a gestionar la pandemia. Si hubiésemos podido mirar todo esto y planificar el desarrollo como si fuera un juego de mesa, habríamos sabido que había dos países que lo iban a hacer muy bien, porque partían con muchísima ventaja. Y, como se ha visto, están en lo alto de la clasificación de los peores de todo el mundo. Creo que se debe a que, cuando están en la cima, estas personalidades narcisistas que han hecho carrera a base de sus actuaciones son incapaces de ocuparse de los hechos. No saben enfrentarse a la realidad objetiva. Tanto Johnson como Trump, cada uno a su manera, han abordado la política como una cuestión de voluntad. Lo que Johnson dice una y otra vez es que todo va a salir bien, “lo superaremos porque somos optimistas, somos británicos, tenemos suerte, derrotaremos el virus”. En el caso de Trump, todo es una conspiración, tiene la visión del mundo de un paranoico. Y en ambos casos no pueden siquiera enfrentar la realidad objetiva. No se meten en la cabeza que allá afuera existe otra cosa, la covid-19, que no es propensa a ser sometida a su voluntad. No se va a ir ese virus porque tú seas optimista o porque tú pregones que se trata de una conspiración. Esa cosa es real. Aunque las respuestas sean un poco diferentes, ambas se caracterizan por su excepcionalidad: su actuación es nacionalista en ambos casos. Comparten la idea de que “nosotros no tenemos por qué hacer las cosas como las hacen los demás”.

P. Ni las consecuencias los han hecho rectificar…

R. Porque quieren hacer las cosas a su manera. Las cifras que vemos son sobrecogedoras. En cierto sentido tenemos asimilado que es normal que pasen esas cosas en países menos desarrollados, pero nosotros somos británicos, parecen decir, “nosotros no somos así, nosotros no vamos a usar lo mismo que los demás, nosotros vamos a producir nuestros propios medios de contrataque”; y, claro, se produce el colapso total.

P. En situación de declive todo deviene metáfora. Y ahí está la rodilla de un hombre que asfixia a otro hombre en Minneapolis…

R. Resulta impresionante lo que ha ocurrido con el caso de George Floyd, cómo se ha convertido en una metáfora. Como sabe todo el mundo que haya cubierto las noticias en Estados Unidos, realmente no hay nada inusual en el incidente de Floyd. Dicen algunos que tiene este impacto porque lo grabaron. Pero en los últimos diez años la gente ha filmado varios casos y los ha divulgado en Internet. Cabe preguntarse por qué en este momento concreto se ha convertido en una imagen tan poderosa. Hay algo en este confinamiento, en esta suspensión de la vida normal, que de repente permite a la gente absorber esa sensación de impotencia, que el Estado no es tan poderoso: aceptamos que controla nuestras vidas, pero queda reducido a esa imagen horrorosa en la que el Estado es ese policía que mata a George Floyd. El Estado imperial ha quedado despojado de toda su dignidad retórica, de todo su prestigio, y lo que queda es esa imagen brutal del policía. Creo que por eso se ha convertido en algo con significado para la gente.

P. Y han visto que el presidente está desnudo…

R. Lo fascinante es ver hasta qué punto no ha cuajado su versión de los hechos. No ha creído la gente que los que protestan son alborotadores, terroristas, y que la policía hace bien en cargar contra los manifestantes. Algo ha pasado para que no crean su versión. Y eso me hace ser optimista, pero con cautela. Cuando reduces el Estado a un Boris Johnson o a un Donald Trump, la idea de la grandeza nacional se vuelve en contra. Si te comportas como un payaso que ha perdido el control la gente ve a un líder impotente que ya no encarna a la nación. Si ese sujeto es su máximo representante tenemos un grave problema y eso es lo que estamos viendo.

P. Alastair Campbell, exasesor de Tony Blair, publicó en EL PAÍS un artículo afirmando que nunca había pensado que alguna vez iba a decir que sentía vergüenza de su país, al tiempo que usted escribía en el ‘Irish Times’ que sentía piedad por Estados Unidos. Vergüenza y piedad para definir la política de hoy.

R. Vergüenza es un concepto muy peligroso cuando tratamos de política. Sabemos que históricamente la derecha y la extrema derecha han recurrido al concepto de vergüenza nacional como parte de su arsenal retórico. “Nuestro gran pueblo, nuestro gran país, ha sido sometido a la vergüenza de ser humillado, y tenemos que levantarnos”. Esto justifica la violencia; se identifican los vectores de esa vergüenza en la sociedad, señalamos a los judíos o quienquiera que tengamos a mano. Este discurso de humillación nacional me preocupa. Lo encontramos durante las negociaciones del Brexit cuando Theresa May era la primera ministra. La prensa británica lo usaba todo el rato. Theresa May se reunía en Bruselas y allí no le daban todo lo que pedía, y los titulares hablaban de humillación. Esta es una forma de pensar en la vergüenza política de la que debemos ser conscientes precisamente para evitarla. Sin embargo, creo que los progresistas tienen que pensar en esto: solo puedes usar la idea de vergüenza de una forma positiva si aún crees en el orgullo nacional, si eres capaz de avanzar una idea progresista de orgullo por tu país. Creo que esto es lo difícil para la izquierda: ¿cómo articulamos la noción de orgullo nacional? William B. Yeats, el poeta irlandés, dice que hay una diferencia entre el orgullo nacional y la vanidad nacional. La vanidad tiene un componente de piel muy fina, en la que necesito presentar una versión de mi mismo que es falsa, libre de complicaciones, libre de pecado. Sabemos que es algo inventado, una actuación. Sin embargo, el orgullo nacional es algo relajado, las cosas están bien, estoy a gusto siendo español o irlandés. Creo que falta mucho trabajo por hacer en lo que se refiere a construir un discurso que contraste con el de la extrema derecha, esa extrema derecha que ya no lo es porque ¡se han colocado todos en el centro! Hemos de ser capaces de desmontar la idea de vergüenza y articular aquello de lo que debemos estar orgullosos. Qué cosas deben nutrir nuestro sentido de pertenencia a la hora de ser estadounidenses, o británicos, o irlandeses, o españoles. La izquierda tiende a evitar estas cosas porque sabemos que se pueden usar mal y convertirse en algo tóxico. En cuanto a lo que dice Campbell… Parece que los británicos se sorprenden ante Boris Johnson. Todos sabíamos lo que era. Pasaba con Trump. Todos sabían quién era. La gente no se da cuenta de que un personaje como Johnson iba a ser incompetente y la gente no quiso ver que Trump iba a ser autoritario e incompetente, un desastre. Son personajes que no tendrían que estar metidos en política.

P. Susan Sontag publicó aquel ensayo, La enfermedad como metáfora, y ahora todo en el mundo parece la metáfora de una enfermedad.

R. Creo que las plagas exponen cómo están las cosas. Vivimos en tiempos de negación. Todo el mundo sabe que la crisis medioambiental es un hecho, que el aumento de la desigualdad es incompatible con la democracia. Todo el mundo sabe que el mundo está cambiando, que los centros de poder geopolítico se están desplazando. No es ninguna coincidencia que, de los dos países de los que hemos estado hablando, uno sea antigua potencia imperial y otro va camino de serlo. Todo el mundo conoce estas grandes verdades. Pero seguimos adelante como si no fueran verdad. En mi oficio de crítico teatral usaba la expresión “suspensión de la incredulidad”. Johnson y Trump se hallan al final de este proceso. Hay una suerte de suspensión de la incredulidad en el ámbito político al menos desde la gran crisis de 2008. Hacemos que creemos que todo va bien, seguimos adelante como si tal cosa, incluso como si realmente no nos lo creemos. Lo extravagante es el que el hecho de que estos personajes patéticos puedan parecer más auténticos para muchas personas, porque al menos no dicen que todo está bien, pero actúan como si lo estuviera. Sus repuestas a las preguntas que se les plantean son mentiras, son destructivas, pero se ganan la reputación de ser auténticos. Según sus partidarios cuentan las cosas como son. ¿Se lo creen realmente o podemos decir que por lo menos no siguen la corriente de la ilusión?

P. Desde su experiencia como hombre del teatro, ¿a qué se parece todo esto, a una obra de Oscar Wilde, a un ‘gag’ de Monty Python, al ‘Esperando a Godot’ de Beckett…?

R. Es curioso que siempre hablemos de crisis, palabra tomada del arte dramático de los griegos. Esta situación encajaría mejor con Beckett. Lo que se representa en el drama como crisis es el momento justo anterior a la resolución. Vivimos en un estado de crisis permanente y nos dedicamos a gestionarlo, nos arreglamos para posponer la solución. Eso es muy becketiano: regresamos mañana, medio recordaremos lo que pasó ayer, más o menos haremos las mismas cosas, en la esperanza de que llegue una resolución. Pero es algo que no puede continuar, tiene que haber un límite, no podemos estar eternamente esperando a Godot. ¿Cuántas veces van a volver estos personajes tan recurrentes?

 

 

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