Publicado en: The New York Times
Con la llegada de las plataformas y el cambio drástico del consumo de contenido audiovisual, se presagió la muerte de la televisión abierta y de uno de sus productos más emblemáticos en Latinoamérica: la telenovela. La televisión, tal y como la conocíamos la mayoría de los que nacimos en el siglo XX, estaba destinada a desaparecer. Y los culebrones eran dinosaurios sentimentales que se irían apagando lentamente.
Pero pocos años después, aún con el contundente decaimiento de los canales tradicionales de televisión, la telenovela está de regreso. Netflix —la plataforma de streaming (o transmisión en directo) más poderosa del planeta— ha comenzado a producirlas mientras Univision y Televisa, los productores del género en español tradicionalmente más importantes, se han unido en una nueva plataforma que tendrá el melodrama como una de sus apuestas centrales.
Me parece excelente que este género —tan nuestro— tenga la oportunidad de presentarse en otras pantallas y de reinventarse, alimentándose de lo mejor de su propia naturaleza y evitando o superando las carencias o condiciones del pasado.
La telenovela es un producto latinoamericano único y a lo largo del tiempo, frente a distintas circunstancias, ha mantenido una alta popularidad en las audiencias. Sin embargo, carga también con permanente mala fama. Pareciera que fuera de mal gusto decir que se ven telenovelas. Quizás es una confesión vergonzosa que, sin embargo, a veces solo responde a prejuicios, a una convención estereotipada de la cultura. Sería más saludable reconciliarnos con este género, comenzar a dejar de percibir a la telenovela como un placer culposo de nuestra identidad.
Hace más de dos décadas, el poeta cubano Heberto Padilla me contó que había coincidido como estudiante en la facultad de Filosofía y Letras de la universidad de La Habana con Delia Fiallo, considerada la reina de los culebrones en el continente. Decía Padilla que una vez le preguntó a Fiallo cómo hacía ella para inventarse esos melodramas intensos, sus exitosas historias televisivas. La respuesta de la autora —según Padilla— me pareció sensacional: “No lo sé muy bien, chico. Yo leo La tempestad, me siento a escribir y me sale Topacio”. Había en esas breves frases el ingenio y la picardía de establecer una relación entre la obra de Shakespeare y una de sus famosas telenovelas ofreciendo tan solo como vínculo un natural proceso de lectura y escritura personal.
Muchos años después, gracias al exitoso guionista venezolano Luis Zelkowicz, conocí a Delia Fiallo. Por supuesto que le comenté mi conversación con su compatriota, la anécdota que me había referido Padilla. Ella la negó, me dijo que no recordaba que aquello hubiera ocurrido, su supuesta respuesta le parecía inverosímil. Yo le confesé que el cuento me parecía tan bueno que no me importaba si era o no cierto. Hablamos largamente sobre la leyenda negra que pesa sobre el género, sobre su visión y su trabajo como una de las autoras fundacionales de la telenovela latinoamericana. Fiallo, quien acaba de fallecer hace tres meses en Miami, me pareció una mujer brillante, muy asertiva, con una interesantísima historia personal, una experiencia única en la historia de la radio cubana y sus luchas por sortear y sobrevivir a la censura en los primeros años de la revolución. Conocía perfectamente a Shakespeare. Había adaptado muchos clásicos para la radio. Pero también era capaz de escribir Cristal.
Hace apenas unas semanas, a propósito de las opiniones del ensayista mexicano Ilan Stavans sobre melodrama y literatura, Sergio Ramírez escribió una columna donde registró y analizó las reglas dramáticas básicas, presentes en la literatura universal, de las que por supuesto siempre se ha alimentado la ficción audiovisual. Con clara precisión, el escritor nicaragüense estableció las diferencias entre las grandes novelas latinoamericanas y la telenovela. Pero, al final de su texto, apuntó otro elemento: señaló que el melodrama no es un “asunto del ADN latinoamericano” y puso de ejemplo a la antigua tradición de las soap operas en Estados Unidos o a la reciente industria turca de producción de teleculebras. “Todos somos, de un modo u otro, de lágrima fácil”, concluyó.
Es cierto. El llanto no es una exclusividad latinoamericana. Pero para nosotros la lágrima puede ser un valor, una garantía de calidad y honestidad sentimental, una condición épica. Más que un asunto de creación o producción cultural (también en Croacia hay conjuntos de mariachis, en Japón hay orquestas de salsa) es un tema de consumo, de experiencia, de intercambio simbólico cotidiano. Los latinoamericanos vivimos la cursilería de un modo totalmente distinto. Colectivamente y sin pudor. Nuestras lágrimas son fáciles y públicas.
Ramón Gómez de la Serna decía que la cursilería es “el fracaso de la elegancia”. El escritor español no entendía que, en Latinoamérica, tenemos una noción diferente de la elegancia, practicamos otro tipo de ceremonias sentimentales, convivimos con una idea distinta de la intimidad. El dolor y el sufrimiento sentimental tienen otra estética y otra noción, pueden ser una virtud.
Sorprende un poco que la convención cultural latinoamericana sea permisiva, o incluso gozosa y celebratoria, de otros géneros tan cercanos a la telenovela como el bolero, la canción ranchera mexicana o el tango. Sentimentalmente, son igual de impúdicos. Su naturaleza, su definición, es el exceso de los afectos, la epopeya del sufrimiento amoroso. Un hombre recio, con bigotazo y sombrero de charro, con una pistola colgada de la cintura, avanza por mitad de la calle, cantando a voz en cuello su despecho, gritando que no lo quieren.
Por supuesto que nada de esto tiene que ver con la calidad de los productos. Ahora que las plataformas se interesan por el género y que los culebrones comienzan a aparecer en esas nuevas plataformas, se abre entonces la posibilidad de que el género se renueve.
Con sistemas de producción diferentes, con mayores recursos y capacidades, con ideas distintas, las compañías de streaming pueden aprovechar las posibilidades que tiene ahora la industria para dejar atrás las debilidades que arrastraba la telenovela tradicional.
Las nuevas plataformas tienen más libertad y otras condiciones que permiten superar algunos esquemas cerrados que dominaron la industria: la hipermoralidad, el refuerzo de los estereotipos, la estigmatización de los personajes femeninos o LGBTQ, la truculencia gratuita, la narrativa afincada en el falso suspenso o en los trucos efectistas.
Más que renegar del melodrama, ahora, en todo caso, hay una oportunidad de hacer mejores melodramas.
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