Publicado en: XL Semanal
Por: Arturo Pérez-Reverte
Las redes sociales son un lugar interesante, incluso educativo, si no las tomas demasiado en serio. Si eres capaz de entrar y salir con naturalidad, hacer incursiones rápidas y largarte sin estar mucho tiempo dentro. Es la permanencia la que pudre las cosas. Por lo demás, no encuentro mejor escaparate para acercarse fácilmente, con un par de teclazos –yo sólo lo hago a través de un ordenador–, a la no siempre simpática condición humana. A menudo, como digo, se aprende algo. Y obtienes nuevos enfoques de las cosas. Me ocurrió el otro día, tras la publicación de un artículo en defensa de la utilidad del Griego y el Latín en la enseñanza de los tiempos actuales, precisamente a causa de lo actuales que son los tiempos. Y algunas reacciones de lectores –pocas, pero algunas– me dejaron pensando. Y éstas podrían resumirse en breves palabras: usted defiende a las élites culturales. La existencia de una aristocracia humanista escolar.
Me quedé pensando, como digo –prueba de que Twitter y Facebook también hacen pensar–, y después de hacerlo concluí que sí. Que la defiendo. No, como parecen creer algunos simples, una élite de privilegiados que por familia, dinero, medios e incluso inteligencia puedan permitirse entrar en determinado club; pero sí el derecho de cualquiera, si es su interés o vocación, o deseo de los padres que su formación vigilan, a ser dotado de las herramientas culturales que podrían mejorarlo como ser humano. A que su educación no sea, como está siendo y cada vez más va a ser, un divorcio irreparable entre ciencias y letras, sino una fértil combinación de ambas. Creo que para interpretar el mundo y la vida en sus grandezas y desastres, las humanidades siguen siendo imprescindibles; y que buena parte de los males que nos aquejan, y eso incluye a la gentuza analfabeta que desde hace mucho tiempo detenta los mecanismos del poder en España y en el antes llamado Occidente, se explican por su creciente ausencia.
En cuanto a élites, permítanme contarles algo. Durante tres años de vida escolar pertenecí a una élite –tranquilícense, no fue por dinero ni privilegios–, y a eso debo una de las mayores felicidades de mi juventud; hasta el punto de que, aunque no puedo quejarme de la vida que he llevado, no me importaría en absoluto estar todavía allí, en el aula de Letras del Instituto Isaac Peral de Cartagena donde hice Quinto, Sexto y Preu después de que me expulsaran de los Maristas por calentar a un profesor que tenía la mano larga. Aquellos tres cursos finales de Bachillerato los hicimos once alumnos que habíamos elegido estudiar Griego, Latín, Literatura, Historia, Arte y Filosofía: un grupo de jovencitos inquietos, de esos que, decía Julio César, duermen mal, unidos por el ansia de estudiar humanidades; y para quienes tan importantes eran Homero, Platón, Virgilio y Dante como Newton o Darwin. Aquellos muchachos se sabían distintos, o deseaban serlo. Eso les daba orgullo de casta, reforzaba su decisión y su esfuerzo, conscientes todos de que en el mundo al que se dirigían iban a tenerlo más difícil que otros; pero también poseerían armas defensivas y ofensivas de las que otros sin su formación carecerían.
Todavía sonrío agradecido al recordar. En aquel grupo de élite conocí a algunas de las cabezas más brillantes que traté en mi vida: de origen humilde unos, más acomodado otros, eran todos chicos inteligentes, críticos, sabiamente cínicos, lo bastante lúcidos para intuir –y adiestrarse bien para ello– que los éxitos no son sino fracasos fallidos. Y por fortuna, porque hay geometrías formidables, esos once muchachos coincidimos con un grupo de jóvenes profesores de ambos sexos, apasionados de su profesión, que encontraron en tales alumnos a unos ávidos receptores de lo que con tanta excelencia ellos dominaban. Y me atrevo a decir que fueron tan felices como nosotros, pues no tuvimos sólo tres años de clases escolares, sino de conversaciones y debates, libros recomendados, reuniones en bares hasta las tantas, viajes al corazón de la antigüedad clásica, muchas copas, cigarrillos e incluso flirteos inocentes –casi inocentes– con alguna profesora de Griego o de Historia del Arte, que además eran muy guapas. Y de ese modo, esos magníficos profesores convertidos en amigos –Gloria, Amparo Ibáñez, Antonio Gil, Juan Ros– educaron con esmero a los once chicos para que hicieran suya aquella formidable cita del Retrato de Kant de Boleslaw Micinski: «Familiarízate con los secretos de las preposiciones temporales (ubi, ut, ubi primum, ut primum, simul, simulque, dum quod, antequam, priusquam, cum…) y, sobre todo, aprende la estructura de las oraciones condicionales para que no quepan en ellas el engaño, el chantaje y la mentira».
Élite, naturalmente. Y a mucha honra.
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