Publicado en: Tal Cual
Por: Fernando Mires
Tanto en la Polonia del “gobernante invisible” Jaroslaw Kaczynski como en la Hungría de Viktor Orban, tanto en la Rusia de Vladimir Putin como en la Turquía de Recep Tayyip Erdogan y -según todos los pronósticos- en el Brasil de Jair Bolsonaro, tanto en las ultraderechas nacionalistas y xenofóbicas que asolan Europa como en los movimientos fundamentalistas que portan las migraciones islámicas, lo cierto, lo evidente, lo indiscutible, es que cada vez son más los gobiernos, regímenes y asociaciones que postulan la des-secularización de la política.
Des-secularización: entiéndase por ello el sometimiento de la vida política a los dictados de la religión y de sus instituciones puestas al servicio de intereses de Estado, representado en hombres fuertes y piadosos, restauradores de las buenas costumbres, defensores acérrimos de los valores más tradicionales y, sobre todo, de las tres virtudes clásicas del conservadurismo post-monárquico: patria, religión y familia.
¿No imaginó Kant que con la secularización de la política la condición humana hacía abandono de la fase infantil para entrar a su etapa adulta? ¿No nos dijeron tantos escritores y escribas que la secularización de Occidente era un hecho irreversible hasta el punto de que, para muchos, occidentalismo y secularización llegaron a ser términos sinónimos? Mas no: al parecer nada es irreversible en la historia. El peligro de la regresión hacia etapas primarias, supuestamente superadas, acecha al interior de cada persona y de cada conjunto social o nacional. Sin embargo, hemos de ser cuidadosos al mencionar este punto: las regresiones históricas existen, pero los retrocesos que conllevan no suponen un retorno al pasado sino a otra parte, a otra parte que no está en el pasado.
Lo único irreversible es el pasado. Lo que pasó, pasó. La historia, aunque a veces se parece a sí misma, no se repite. O léase así: no estamos frente al retorno del fascismo, por mucho que los neo-conservadores quieran reeditarlo. Los fenómenos que hoy irrumpen arrastran consigo sedimentos del pasado, pero estamos frente a algo inédito. Eso significa que la lucha en contra de la secularización, si está por imponerse, no nos catapultará al mundo pre-político medieval. La política seguirá existiendo, pero bajo nuevas formas. Y a esas formas debemos prestar atención pues esas nuevas formas -valga la paradoja-no son formales.
El regreso del discurso político autoritario-religioso está cambiando las formas políticas liberales que hasta ahora había asumido el orden occidental. Sus seguidores suman millones. Ya las primeras oleadas globalizadoras y sus efectos cosmopolitizadores tuvieron como consecuencia el aumento de los miedos sociales entre los sectores más tradicionales de cada nación. A ello se suman los reordenamientos que tienen lugar en la esfera de la producción. En una primera instancia parecía que con la digitalización de los procesos productivos solo asistíamos al “adiós al proletariado” proclamado hace ya tanto tiempo por André Gorz. El impacto fue sin, embargo, más profundo. Han emergido nuevas capas de trabajadores sin estructuras organizativas y sin identidades definidas. Del mismo modo las antiguas clases medias dejaron de ser un segmento estable y estabilizador para ocupar un espacio móvil y flexible. Las migraciones masivas- la primera mitad del siglo XXl será recordada como la era de las más grandes habidas en la historia universal- han traído consigo una exacerbación de los resentimientos públicos y la consecuente demanda por gobiernos productores de seguridad destinados a suceder al orden democrático liberal. Bajo esas condiciones los partidos de centro: socialdemócratas, socialcristianos y liberales, descienden a rapidez vertiginosa en cada elección sin que nadie sepa donde esta su piso.
Orban y Putin han sido al menos sinceros. El primero ha proclamado a los cuatro vientos una cruzada en contra del liberalismo político y el retorno del autoritarismo confesional. El segundo, la lucha en contra de los valores de la Europa decadente. Palabras que suenan como melodías en las orejas islamistas de los erdoganes. Hoy, se quiera o no, ha sido formada una nueva coalición anti-occidental cuyas raíces más profundas se encuentran en el propio Occidente.
Bolsonaro es, como tantos líderes latinoamericanos, un simple producto de importación. En su discurso no hay nada original. Con toda razón a Marine Le Pen le pareció muy interesante y democrático. Bolsonaro representa, si se quiere, un modo republicano (no democrático) de vida que en cierto modo ya anunció Hugo Chávez. Restrictivo, autoritario, populista y, sobre todo, confesional. Pues todos los líderes post-liberales son personas muy religiosas. ¿Son o fingen serlo? No viene al caso responder a esa pregunta, los resultados son al fin los mismos. Lo verdaderamente importante es que el propósito mal oculto de todos ellos es el de convertir a la religión en una ideología del mismo modo como en el pasado reciente los regímenes fascistas y estalinistas intentaron convertir a las ideologías en religiones.
La democracia -ya lo escribí una vez – es como una planta frágil que requiere ser cuidada día a día.
Probablemente (pienso en Putin) algunos de los líderes del post-liberalismo político son menos religiosos de lo que aparentan. Pero políticos consumados como son, han advertido que hay una demanda religiosa existente y como políticos, extienden una oferta al consumidor. Las instituciones religiosas, al fin organismos de poder, no resisten tampoco a los cantos de sirena de los nuevos líderes, imaginando que lo que no pudieron imponer desde las iglesias, pueden imponerlo desde el Estado. Quizás el franquismo nació antes de tiempo.
A veces, en los momentos de mayor pesimismo, podemos pensar que el “homo occidentus” no está aún preparado para vivir bajo los derechos y libertades por los cuales tan arduamente ha luchado. El miedo a la libertad -para utilizar el título del libro de Germán Arciniegas- sigue siendo el más fuerte de todos los miedos.
Como sea, las ventajas que trae la des-secularización en cierne son para las nuevas clases políticas anti-liberales, más que evidentes. Los gobernantes del “mundo ocidental post-occidentalista” ya no aparecerán solo como representantes de la mayoría electoral sino como ejecutores de un mandato divino. Sus tareas no solo serán administrativas, sino civilizatorias. La nación no será más un espacio territorial transcultural, sino una unidad teológica-política.
El nuevo orden que intentan representar los gobernantes religiosos de nuestro tiempo deberá ser impuesto desde la más temprana edad. En nombre de la lucha en contra del libertinaje, de la drogadicción, de la corrupción, las libertades individuales serán reorganizadas partiendo desde las células primarias de la sociedad, antes que nada, desde las familias.
No es ninguna casualidad que todos los gobernantes religiosos estén unidos por dos elementos programáticos biológicos: la penalización del aborto y la erradicación de la homosexualidad. ¿De dónde les viene esa obsesión compartida? La respuesta parece ser obvia. A partir del control sobre la natalidad y la sexualidad, el Estado adquiere control sobre cada cuerpo y como cada ciudadano es un cuerpo biológico, el Estado obtiene potestad y soberanía sobre la ciudadanía.
¿Estamos frente al peligro de nuevas (y otras no tan nuevas) formas totalitarias de poder? Efectivamente, estamos frente a a ese peligro, queramos o no. Por el momento, claro está, es una distopía. Pero cuando uno enciende el televisor y escucha el mensaje (pseudo) puritano de un Bolsonaro, cuando uno mira en las calles de Moscú y Estambul como los homosexuales son apaleados sin piedad, cuando oímos a Orban parafrasear a Franco hablándonos de una “Europa cristiana”, es imposible dejar de sentir un frío metálico bajo la piel. Pues esa distopía es ya la utopía de la nueva ola de gobernantes religiosos y civilizadores y -he ahí el mayor peligro- de las muchedumbres enardecidas que los eligen.
La democracia -ya lo escribí una vez – es como una planta frágil que requiere ser cuidada día a día. En ninguna parte está escrito que deberá ser la forma definitiva de vida por el resto de los tiempos, amén. Estamos solo a prueba. Y, por lo visto, estamos siendo reprobados.