Publicado en: The New York Times
Mientras el incendio devoraba más de 20 millones de piezas de arte, los dos hidrantes más cercanos al Museo Nacional de Brasil no pudieron ser utilizados por los bomberos. No tenían agua. Según se sabe, en 1803, en Filadelfia, Frederick Graff, encargado de la ingeniería de la ciudad, introdujo por primera vez en la historia un hidrante conectado a la red de tuberías urbanas. Quince años después, en Río de Janeiro, se fundó el Museo Nacional de Brasil. Doscientos años no fueron suficientes. Lo ocurrido el domingo pasado desnudó el fracaso de la historia. En una metáfora cruel de la crisis institucional de Brasil, un país que parece estar devorado por el fuego de la corrupción y de la inestabilidad política.
Dentro de un mes serán las elecciones presidenciales y, esta semana, los dos candidatos con más chance en las encuestas han sufrido percances. Como en un relato de folletín, las supuestas alternativas de Brasil están hoy en la cárcel y en el hospital. Luiz Inácio Lula da Silva fue definitivamente inhabilitado para participar en las elecciones y Jair Bolsonaro recibió una puñalada. La política, cada vez más, parece ser un subgénero de la novela negra, de la crónica policial.
Los últimos años de la democracia brasileña suelen contarse desde dos versiones enfrentadas y, a veces, esquemáticas. Una versión señala y denuncia al Partido de los Trabajadores de haber organizado y mantenido una enorme red de corrupción, alrededor de Petrobras y del sector de la construcción, tanto durante el gobierno de Lula da Silva como durante el mandato de Dilma Rousseff. Esta versión defiende la destitución de Dilma, la prisión de Lula y la prohibición del Tribunal Electoral de su candidatura como una muestra de la imparcialidad de las instituciones y de la justicia en el país. Otra versión denuncia que las élites disfrazaron de legalidad un golpe de Estado con la destitución y —controlando a los tribunales— al encarcelar a Lula. Una más acusa a Michel Temer de corrupción y manipulación de la justicia.
La realidad es mucho más compleja y lo peor es que, tal vez, en alguna medida las dos primeras versiones digan la verdad.
¿Qué pueden pensar los brasileños sobre la política, sobre el liderazgo político? ¿A quién puede creerle el ciudadano común, el que debe decidir, dentro de un mes, quién será el próximo presidente? Se trata de un espectáculo que ya involucra a las instituciones y que, de alguna manera, las termina contaminando.
Esta semana, la policía federal del Brasil pidió que se investigue a Michel Temer por corrupción y lavado de dinero. Ya en dos oportunidades la Fiscalía General de ese país ha intentado investigar al actual presidente, pero hasta ahora Temer ha logrado bloquear esa iniciativa en el congreso. También esta semana, la Corte Suprema ha rechazado una apelación de Lula a reconsiderar la prohibición a ser candidato a la presidencia. Lula se apoya en un dictamen de la ONU y la Corte en una ley propuesta y aprobada durante su propio gobierno: una persona condenada por corrupción no puede aspirar a ningún cargo público.
El caso de Lula es singular. Ha sido y es el líder político más importante del país en las últimas dos décadas. Siempre controló y estuvo al tanto de todo, menos de la corrupción de su entorno. En los grandes casos de corrupción (Mensãlao, Lava Jato y Petrobras), Lula supuestamente nunca supo nada, nunca se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo, incluso cuando grandes directivos de su partido, colaboradores cercanos de sus gobiernos e incluso amigos personales estuvieron implicados, fueron detenidos y llevados a prisión. Es inverosímil que, en su estrecha relación con Marcelo Odebrecht jamás haya ni siquiera sospechado de la enorme operación de corrupción que extendía el empresario por todo el continente. El mismo empresario ha declarado que Lula mismo recibió más de 2 millones de dólares en sobornos.
Lula insiste en su inocencia y, aun desde la cárcel, apela a su condición de héroe, de defensor de los pobres y víctima de los poderosos. “Cuanto más me acusan, cuanto más me persiguen, más subo en las encuestas”, ha dicho, en un cálculo que define su estrategia. Y quien se opone a él no es capaz de desactivar esa retórica. Por el contrario, complementa de manera ideal ese relato: Jair Bolsonaro es un líder conservador y autoritario, promotor del odio y de la violencia, que ha dado muestras fehacientes de racismo y ha declarado que, en tiempos de la dictadura, los militares cometieron el error de torturar, en vez de asesinar. El extremista Bolsonaro es, en el fondo, el candidato que Lula necesitaba.
Ahora, el futuro de ambos candidatos es incierto. El jingle oficial de la campaña de Bolsonaro invitaba a Brasil a cambiar, pero a cambiar de verdad, hacia un futuro distinto, libre y justo. Sin embargo, su discurso ofrece rabia y paredones de fusilamiento. Lula proponía hacer “un Brasil feliz de nuevo”, un eslogan que deja un sabor a Donald Trump en el ánimo. Pero, al menos legalmente, ya tiene todas las puertas cerradas.
Lula no podrá ser candidato. Su partido tiene hasta el 11 de septiembre para inscribir un nuevo aspirante a la presidencia. Es probable que, aun con Fernando Haddad —el exalcalde de São Paulo—, la campaña se mantenga alrededor de la figura de Lula. Incluso, también es probable que se intenté capitalizar todo el conflicto, llamar a votar para liberarlo. En ambos casos, se intenta construir una narrativa sobre el mismo libreto. Hay más melodrama que ideología. Más apelaciones al amor o al odio que discernimiento. Más delirio que política.
En muy pocas horas, las llamas acabaron con uno de los espacios fundamentales de la vida y de la cultura de Brasil. Ya es muy tarde para atender los hidrantes que no funcionaron, la burocracia que no hizo su trabajo, los presupuestos errados, la negligencia de la administración federal. Pero tanto el liderazgo político como los ciudadanos que tienen el poder del voto sí están todavía a tiempo de regresar a la sensatez y tratar de encontrar alternativas ante la crisis. Es necesario recuperar la confianza en las instituciones y en la política, enfrentar la amenaza de descontrol, para impedir que haya incendios mayores.