Publicado en: ABC
Por: Karina Sainz Borgo
La imagen muestra una mano cubierta de hollín. Bajo las uñas esmaltadas se acumulan mugre, tierra y ceniza. Está cerrada, con los dedos recogidos, como si al momento de morir hubiese apretado con fuerza un objeto. A pocos centímetros, un llavero con la bandera europea saca de dudas a quien mira. Son las llaves de una casa de la que ya sólo quedan los escombros y a la que nadie va a volver.
La foto pertenece al fotógrafo Ivlev-Yorke. La hizo en Irpín, una ciudad a ocho kilómetros de Kiev, y que junto con Bucha y Hostomel fueron arrasadas por el Ejército ruso con el fin de cercar la capital ucraniana. Antes de abandonar Kiev, las tropas de Putin dejaron
a su paso hileras de cadáveres, cuerpos abandonados junto a sus objetos y equipajes. La mayoría son civiles: hombres y mujeres desplomados junto a una bolsa de patatas desparramadas o una garrafa plástica de agua. Las manos atadas, las cabezas perforadas por disparos, las rodillas flexionadas. Entumecidos, congelados en la postura que les asignaron sus verdugos, el rigor mortis convirtió sus contorsiones en el rastro de un calvario.
Sujetas a la bandera de la UE, las llaves de esa mujer asesinada por los soldados rusos reducen el espíritu de la Unión a la condición de un ‘souvenir’, algo de naturaleza acumulativa y fútil. Ocurre con los objetos apilados en medio de lugares atroces: interpelan. Los zapatos vacíos de Auschwitz, los relojes y gafas amontonados en los barracones de Treblinka, incluso esa ropa tendida en las ciudades bombardeadas a las que una hélice de aire mece como banderas vencidas.
En su ensayo ‘Temblores de aire’, Peter Sloterdijk ahonda en la lógica del exterminio y reflexiona sobre la sofisticación del ensañamiento contra el adversario, o al que ha sido identificado como tal: del gas clórico a las cámaras nazis, del asalto checheno al teatro de Moscú en 2002 a los bombardeos sobre Serbia. Refiere Sloterdijk suficientes atrocidades como para que su enumeración resulte incómoda, justo por la condición irreparable que esos episodios tuvieron para las víctimas y, sobre todo, para los supervivientes. Porque sobrevivir al horror entraña la condena de recordarlo.
Primo Levi fue prisionero durante ocho meses en Auchswitz y uno de los veinticuatro supervivientes de los casi mil judíos deportados desde Italia. La primera noche que durmió en su casa, lo hizo bajo un edredón de las SS que había robado del campo, porque la suavidad de su propia cama le parecía un acto de injusticia. A Levi lo atenazaba la sensación de haber regresado a un mundo que ya no reconocía y que nunca podría ser nuevo. Aunque intentó liberarse escribiendo, no escapó de aquellos barracones. Los llevaba dentro. En Ucrania pasará lo mismo. ¿Seguirá siendo Europa un adorno hasta entonces? Depende de sus líderes no ya reparar el horror pero sí, al menos, que no haya sido en vano.