Publicado en: The New York Times
De todas las reacciones que el madurismo —nacional e internacional— lanzó en contra del informe de Michelle Bachelet, la más desconcertante fue la del gurú. Dos días después de que la alta comisionada para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas presentara un demoledor reporte sobre la crítica situación de los derechos humanos en Venezuela, Nicolás Maduro apareció con Sri Sri Ravi Shankar en el Palacio de Miraflores, anunciando gozoso: “Estuvimos hablando sobre la necesidad de una nueva humanidad. […] Me habló de la necesidad de construir la unión nacional”. ¿Lo dice en serio o se está burlando? ¿En realidad piensa que algo así puede contrarrestar la investigación de la ONU? ¿En qué cree Nicolás Maduro?
Una de las consecuencias más contundentes del informe de Bachelet tiene que ver con el problema de la verdad en Venezuela. Con lo que —más a allá de la fe o de las especulaciones— ocurre en temas como la salud, la alimentación o la violencia en el país. El documento destaca cómo el gobierno ha impuesto una hegemonía comunicacional para aniquilar el periodismo independiente y esconder la realidad. Con información precisa, deja sin sustento a la narrativa oficial. Frente a la investigación de la ONU, la retórica chavista queda al desnudo. Se reduce a un balbuceo infantil, predecible. La mayoría de las reacciones oficiales se han centrado en señalar que se trata un informe “manipulado”, “falso”, “sesgado”, “cargado de mentiras”, “descontextualizado” sin aportar ningún dato concreto que pueda refutar lo que señala la investigación. Siguen un método viejo y conocido: no cuestionan lo que se dice, solo lo descalifican. Es más fácil decir que Bachelet es una marioneta del imperio que enfrentar la responsabilidad del Estado en más de 6 800 ejecuciones extrajudiciales.
Dos argumentos se repiten de manera insistente en casi todas las críticas. El primero es de carácter metodológico. Se trata de desautorizar el informe denunciando que, en gran parte, está basado en entrevistas realizadas fuera de Venezuela. Esto es cierto. Pero no desacredita ni deslegitima la investigación. Responde a una realidad específica y a las formas con que los organismos internacionales indagan y monitorean la realidad de los llamados “países cerrados”. Hasta marzo de 2019 el Estado venezolano no permitió la entrada de representantes de la ONU al país. No puede ahora, ese mismo Estado, denunciar la poca presencia de esa organización en su territorio. Este argumento, por otro lado, también ignora la enorme diáspora de venezolanos en el exterior. Hay un país real —más de 4 millones de personas— expulsado del mapa, con todo el derecho a dar testimonio de sus propios procesos.
El segundo argumento fundamental no ataca tampoco las denuncias concretas del informe. Se centra en tratar de establecer responsabilidades. El chavismo niega que todo lo que ocurre sea real pero, al mismo tiempo, denuncia que todo lo que ocurre es culpa la “guerra económica” en contra de “la revolución”. Es otra forma de mudar el debate, de esquivar la verdadera confrontación. La élite que domina Venezuela necesita desesperadamente que la palabra “bloqueo” aparezca en cualquier análisis. De eso depende su relato. Pero, por desgracia para ellos, la historia económica, las cifras y las estadísticas, ya no pueden sostener esa ficción. Como bien lo señala el informe, las sanciones de Estados Unidos agravan la ya terrible situación social venezolana, pero no son la causa fundamental de la crisis. Los responsables de la tragedia no son los enemigos externos. Están adentro y siguen gobernando al país.
En el año 2009, cuando era presidenta de Chile, Michelle Bachelet visitó a Fidel Castro y criticó el bloqueo estadounidense a Cuba. La polémica, en ese entonces, fue grande. Esa anécdota, y su propia historia personal, también influyó para que el sector más radical de la oposición venezolana la acusara —antes del informe— de ser cómplice del oficialismo, una camuflada agente de Maduro. Ahora, desde el otro bando, se ponen a la par y repiten la misma simpleza: la acusan de ser cómplice de los gringos, una camuflada agente de la CIA. No es un detalle menor del efecto Bachelet: ha evidenciado el absurdo de la narrativa chavista.
Dice Nicolás Maduro que los aportes de Sri Sri Ravi Shankar “vienen a fortalecer el proceso de diálogo y paz” en Venezuela. No importa mucho si él cree o no en eso. Importa que cada vez más gente, dentro y fuera del país, entienda que ese encuentro religioso solo es un disparate, una ceremonia que se desinfla hasta el ridículo. El informe Bachelet es un paso fundamental por restituir la noción de verdad con respecto a lo que sucede en Venezuela. Más de 6 800 ejecuciones extrajudiciales destruyen cualquier espejismo discursivo. Deja claro que la violencia, más que una amenaza extranjera, ahora es una cruda acción interna. El chavismo debe asumir que su relato ya no es verosímil, que su versión de lo real es insostenible. Debe entender que la comunidad internacional no va a cesar su vigilancia ni su presión. Debe aceptar que la negociación no es una forma de distracción. Que el diálogo no se da de manera aislada, en una comisión o en una isla. Que se trata más bien de un proceso permanente que toca todos los ámbitos, que exige cambios concretos. Que la fantasía de la revolución se agotó.
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