Publicado en: El Espectador
Por: Andrés Hoyos
¿Llegará el momento del centro en 2022? Sí y no o todo lo contrario.
Acordemos que al menos desde el primer gobierno de Alfonso López Pumarejo (1934-1938) no ha habido un verdadero reformismo en el poder en Colombia. Se han implantado reformas, sí, algunas de ellas necesarias y hasta valientes, pero no ha estado allí ningún reformista orgánico y consistente, de aquellos que cambian los cimientos del edificio sin necesidad de tumbarlo. Ergo, en todos los campos la agenda está como máximo a medio camino, si bien lo más normal es que apenas arranque o ni siquiera.
Urge definir un programa de centro, que no solo lo sea, sino que sobre todo meta la mano a los problemas de largo plazo del país y del mundo. El gradualismo reformista del centro debe demostrar que es una forma eficaz de enfrentar estos problemas —contrastada claramente con la populista— y que respeta las reglas del juego.
No es de centro, primero que todo, un Estado pobre como el colombiano que recauda el 15 % del PIB en impuestos. Digámoslo con claridad: con menos del 25 % no son posibles las transformaciones necesarias. Incluso habría que llegar al 30 % en unos años. Mucha gente entiende que este cobro constituye una suerte de seguro que la sociedad paga para evitar la llegada del despelote. En cuanto a la informalidad laboral rampante, hay que invertir en alguna forma platanizada de la flexiseguridad danesa. Esto implica moderar la rigidez de las normas y reducir el costo del factor prestacional, cobrando por otra vía los impuestos que ahí se cargan en forma camuflada. Cuando los impuestos no dependan directamente del puesto formal otorgado, se podría con mucha facilidad subir el salario mínimo, digamos, un 20 %. Este esquema, además, daría dinamismo a la economía por la vía de estimular la demanda.
No son políticas de centro el prohibicionismo, la guerra contra las drogas ni la sumisión a los mandamases gringos; tampoco lo es la timidez en el problema agrario. No basta con defender la paz, hay que ambientar la convivencia. La educación debe seguir siendo mixta —pública y privada—, basada en una sinergia —es decir, en una mezcla eficaz— que las potencie a ambas. Tiene que consolidarse la oferta universal gratuita en la básica, aunque mejorando muchísimo la calidad. En ese propósito no puede haber métodos prohibidos. Asimismo hay que ampliar la oferta postsecundaria, en el entendido de que, como lo demostraron los alemanes, sí se necesitan muchos cupos universitarios, pero no que todo el mundo vaya a la universidad. La buena educación técnica debe llevar a una vida productiva y próspera.
Parte importante del mayor recaudo impositivo iría a implantar alguna forma de renta básica universal, con modulaciones que no la desnaturalicen ni la compliquen. En fin, a los empleados del país lo que les importa es cuánto les cuestan el mercado o el bus, su frecuencia y horarios, saber si sus hijos van a recibir una buena educación, si los servicios públicos son confiables y el precio se ajusta a su capacidad económica, si algún día van a poder tener un hogar propio, si la salud mejora y tiende a la universalidad, etc.
La gente quiere tener en quién creer. ¿Qué el centro es elitista, como dicen algunos? No creo. Recordemos, por si acaso, que son los votantes los que deciden, no los profesores con muchos grados. Ah, y un centro como el que queda esbozado aquí es cualquier cosa menos tibio.