Publicado en: El Espectador
Por: Andrés Hoyos
A primera vista, la encrucijada gringa de hoy es difícil de entender. Estados Unidos tiene un presidente incapaz, megalómano y mitómano. Lo puso en el poder una minoría electoral, producto de arcaísmos constitucionales difíciles de comprender, además de lo poco atractiva que era su oponente. Y lo más importante: todavía no es imposible, aunque sí cada día más improbable, que lo reelijan en noviembre.
Su manejo de la pandemia del COVID-19 ha sido un desastre (paralelo al de Brasil). Con tener menos del 5 % de la población mundial, Estados Unidos ha sufrido casi el 30 % de los contagios y las muertes causadas por el virus. Si algo así pasara en Haití, Costa de Marfil o Afganistán, nos dolería mucho pero lo entenderíamos. Sin embargo, que le pase al país más rico del mundo está más allá de lo comprensible. ¿Los desatinos en los que incurrieron fueron para salvar la economía del país? Paja, pues esta ha sufrido tanto o más que otras con proporciones de letalidad muy inferiores.
Debe haber otra explicación para este tinglado absurdo. Doy la mía.
No, Trump no simboliza la defensa del capitalismo per se, entre otras cosas porque don peluquín no ha sido de veras bueno para la economía ni lleva bajo el brazo una estrategia perdurable. Entre los candidatos, el único enemigo radical del capitalismo en su versión más libre, Bernie Sanders, salió de la baraja hace unos meses. Quedan en la lid dos amigos de la economía de mercado, cuyas desavenencias tienen más que ver con la forma de salvarla. La receta de Trump parece de lejos más inadecuada que la de Joe Biden. Ya se sabe que el gasto social bien enfocado puede traer grandes beneficios a una economía y que la angurria, muy por el contrario, la puede estrangular.
El verdadero “problema” es la marea parda —la frase no es mía, se usa de forma corriente entre los supremacistas blancos— que sube sin parar. Aunque los blancos “no hispánicos” todavía son la mayoría de la población de Estados Unidos, las tasas de fecundidad y natalidad dicen que a partir de 2013 los niños blancos ya fueron menos que la suma de los de otros orígenes. Según eso, en unos años los negros y los latinos, que eran respectivamente el 11,7 % y el 6,4 % de la población en 1980, en 2050 constituirán el 13 % y el 29 %, al menos según el Pew Research Center. Los blancos en ese momento solo serán la minoría más grande del país, el 47 %, no la inmensa mayoría que alguna vez fueron.
Otro fenómeno que no les agrada a Trump y a sus fanáticos es la creciente mezcla de razas, o sea, el mestizaje. Diga usted, Barack Obama, quien solo es negro en un 50 %, por los genes de su padre de Kenia, no por los de su madre de ancestros holandeses blancos. En el siglo XIX los casorios interraciales estaban prohibidos en el sur. Esta prohibición fue declarada inconstitucional en 1967, si bien la mental subsiste.
Hace mucho los campeones mundiales de boxeo dejaron de ser blancos y surgió una fantasía: “the Great White Hope”, la gran esperanza blanca. También desaparecieron los campeones blancos de cien metros planos. Todo ello está emparentado con el slogan de Trump: Make America Great Again (MAGA), que para muchos tiene una traducción oculta más real: Make America White Again. No hay ninguna razón para que el país mestizo que se está formando deje de ser una potencia formidable. Lo que sí es seguro, en cambio, es que dentro de unos años ya no será predominantemente blanco.
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