Publicado en: El Espectador
Por: Andrés Hoyos
No ser un ambientalista tradicional tiene sus ventajas. Uno lee con una mirada más ancha y no está obligado a defender las conclusiones que sacó quince o veinte años atrás. Los paradigmas ambientales y los supuestos en los que se basan han venido cambiando de manera acelerada, volviendo obsoletas conclusiones que apenas ayer se consideraban firmes.
Para que el calentamiento global futuro no exceda los 2°C, cifra por encima de la cual se temen consecuencias catastróficas, las emisiones de carbono no solo deben alcanzar un máximo muy pronto, sino que después deben descender en forma abrupta. Esta segunda pata de la ecuación se menciona poco. Pues bien, tras una breve pausa en el crecimiento, 2017 vio la mayor cantidad de dióxido de carbono emitido a la atmósfera de la historia. Ni hablar, por lo tanto, del descenso abrupto mencionado.
A estas alturas no existe ninguna política, por importante que parezca, con la capacidad de enderezar ella sola el entuerto. Llegó la hora de las prioridades múltiples, ojalá coordinadas. No obstante, cada país y cada institución tienen agenda propia, pese al Acuerdo de París. De paso, subsisten desacuerdos sobre asuntos fundamentales, como el uso de la energía nuclear. Alemania, por ejemplo, insiste en acabar con ella, así esto implique quemar más carbón por más tiempo.
No todas las noticias son malas. A China le fue mal en el intento de asegurarse un suministro internacional estable de hidrocarburos, aunque gastó cantidades gigantescas en ello. Entonces optó por volverse el mayor productor mundial de equipos para la generación de energías renovables. Ojo, no lo hizo por filantropía, sino por razones de seguridad nacional. Hoy China lidera esta industria en el mundo y subsidia una amplia gama de vehículos eléctricos, mientras que Trump está engolosinado con la cantidad adicional de combustibles fósiles propios a los que ahora tiene acceso. Así se llega a la situación actual en la que Estados Unidos, un país supuestamente liberal, es el gran campeón de la producción de combustibles fósiles, al tiempo que la pérfida China lo es de las energías renovables, algo que no se contaba entre los supuestos de nadie hace apenas cinco años.
Otro cambio de paradigma, sugerido arriba, es que son pocos los científicos de peso que hoy sacan de la matriz generadora a la energía atómica, demonizada durante años. Por otro lado, cada día se habla más de geoingeniería, es decir de manipular la atmósfera para extraer de ella CO2. Diez años atrás eso solo lo mencionaban escépticos polémicos, como Bjørn Lomborg, el provocador danés. En fin, hay datos sólidos, pero su interpretación y, sobre todo, su evolución a futuro están muy lejos de tener esa misma solidez.
Cada día la humanidad, en su conjunto, es más rica. Lo que no se sabe es la proporción de esa riqueza que estaremos, como especie, dispuestos a invertir en proteger el planeta. De cualquier modo es indispensable seguir en la tarea de convencer a los dueños de esta riqueza, pública y privada, de destinar una cantidad creciente a la materia.
Existen desproporciones gigantescas. Lo que hagan o dejen de hacer China e India en materia ambiental convertirá las decisiones de un país del tamaño de Colombia en estadísticamente irrelevantes. ¿Es ético, por último, desacelerar la reducción de la pobreza en un país pobre para mitigar en una muy pequeña medida el calentamiento global? Eso tampoco está claro.