Mientras el presidente de México pide que en Europa se disculpen ante los pueblos originarios del país, las comunidades indígenas le piden a él que los respete.
Publicado en: The New York Times
Es más fácil juzgar moralmente el pasado que enfrentar, con ética, el presente. La distancia histórica suele ofrecer grandes oportunidades para los discursos implacables y las sentencias pomposas. La actualidad es más compleja, más impura.
Mientras el presidente Andrés Manuel López Obrador pide que el Vaticano y la monarquía española se disculpen ante los pueblos originarios de México, los pueblos originarios de México piden al presidente mexicano que los escuche, que los respete, que no destruya su territorio.
En el centro de esta paradoja está uno de los proyectos que más tercamente defiende el presidente de México: el Tren Maya. Una obra controversial, con muchos cuestionamientos de expertos medioambientales, planificada y decidida sin una consulta bien organizada, sin la participación de las comunidades indígenas a quienes afecta especialmente su construcción. Pero es más sencillo, glamoroso y rentable a nivel publicitario, exigir al gobierno de Austria que regrese al país el penacho de Moctezuma, que sentarse en la reserva de Calakmul, en el estado mexicano de Campeche, a escuchar y a debatir con los hombres y mujeres mayas del colectivo Chuun T’aan, que han pedido detener las obras.
¿De qué vale recuperar el penacho de Moctezuma si, mientras tanto, se amenaza el territorio y la vida indígena en la península de Yucatán?
En un extraordinario reportaje, el periodista Jacobo García ofrece una visión muy completa del problema, contraponiendo las distintas versiones y los diferentes puntos de vista frente a este proyecto de ferrocarril, destinado a recorrer 1525 kilómetros, surcando toda la península de Yucatán, en el sureste de México. Pero más allá del debate, de la natural existencia de diversas posturas frente a un hecho, lo sorprendente es la manera en que se ha llevado adelante el proceso, con opacidad y de forma autoritaria. Es una imposición más parecida a la Conquista española del siglo XVI que a la dinámica democrática que debería mover al mundo en el siglo XXI.
El gobierno ha usado un procedimiento dudoso para legitimar el tren: una “consulta popular” en la que no llegaron a participar alrededor de 100.000 personas, cifra que solo representa el 2,8 por ciento del padrón electoral, obteniendo de esta manera el porcentaje mínimo que se requiere para validar este tipo de procesos. Sin embargo, los cuestionamientos fueron muchos, incluido un comunicado de las Naciones Unidas que señala que la consulta no cumplió con los estándares de antelación, libertad, información y adecuación cultural que deben tenerse. En ese sentido, se manejó la participación popular como si fuera un trámite burocrático del que había que salir rápidamente, sin dar demasiados detalles.
Otro elemento fundamental e insólito es que se haya tomado una decisión oficial de esta envergadura, con tantas consecuencias, sin que exista un estudio sobre el impacto ambiental que tendrá el tren en la región. Al menos, el gobierno todavía no ha presentado públicamente ningún análisis completo y concluyente sobre los grandes riesgos y amenazas que —según el Centro Mexicano de Derecho Ambiental— puede causar el tren maya, que “impactará los macizos de selva más grandes y en mejor estado de conservación de México”. No es poca cosa, el trazado de las vías incluye parques nacionales como el de Palenque, reservas como las de Kin, Balam Kú, Sian Ka’an, los Petenes y Calakmul, algunas de ellas áreas protegidas consideradas vitales para la biosfera y el último considerado patrimonio de la humanidad.
De cara a todo esto, resulta todavía más perverso el desconocimiento o la descalificación de las comunidades indígenas que han vivido desde siempre en este territorio. El 1 de junio de este año, la agrupación Chuun T’aan le envió una carta a López Obrador, denunciando que la decisión de poner a funcionar el tren se había tomado sin el consentimiento de la pobladores originarios y exigieron respeto y participación. Este mismo grupo promovió después amparos y demandas contra el proyecto. La respuesta de AMLO fue un comentario lateral en uno de sus programas: descalificó la acción diciendo que tenía “tintes políticos”. La organización le envió entonces una segunda misiva, llena de aguda ironía, donde justificaban así sus acciones legales: “Son las pocas rendijas que nos dejan para defender nuestro derecho a ser pueblo maya”.
Pero el presidente pretende que Beatriz Gutiérrez Müller, la primera dama, ejerza ese derecho por ellos en Roma, en Madrid o en París. Gutiérrez Müller lleva varios días recorriendo algunas ciudades de Europa con el encargo oficial de pedir prestados tesoros prehispánicos que se encuentran en museos de países europeos para poder exponerlos en México el año que viene, en la celebración de los 200 años de su independencia. Aunque la misión tiene un raro tono personal, que parece mezclar la diplomacia con la vida conyugal, su intención política es evidente. En la carta que le escribe al primer mandatario italiano, López Obrador asegura que el “enaltecimiento de la memoria histórica” es “algo fundamental para Cuarta Transformación”.
La memoria de México está en el penacho de Moctezuma pero también en los pájaros de Calakmul. Habita y se mueve en todos los espacios, en las relaciones, en la gente. La mejor manera de conmemorar la historia es dar a conocer lo que dicen y piensan las comunidades originarias, permitir que puedan participar de forma activa en las decisiones y en los procesos que los afectan, impedir que —de otras maneras— se repita lo peor del pasado.
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