Publicado en: The New York Times
El escenario político del Perú, de cara a la segunda vuelta electoral, parece un libreto tan perfecto como aterrador. Si a un avezado guionista de televisión le hubieran encargado el diseño de un drama sin salidas posibles, tal vez no hubiera imaginado un relato tan desolador. La realidad no supera a la ficción: la sustituye. Después de la profunda crisis política que ha vivido el país —con cuatro presidentes en los últimos cinco años—, tener ahora que elegir entre Pedro Castillo y Keiko Fujimori parece una pesadilla inimaginable, el peor remake de la industria de la polarización latinoamericana.
¿Acaso tiene sentido seguir tratando de analizar lo que ocurre en la región como si fuera, tan solo, parte de un único y casi mecánico enfrentamiento entre el capitalismo y el comunismo? Esta propuesta esquemática —donde convergen algunos escritores reconocidos y analistas internacionales— parece cada vez más inútil. No logra explicar la realidad. Tampoco ha logrado modificarla.
Pensar que ahora, nuevamente, en el Perú, se produce un choque entre las fuerzas universales de la izquierda y la derecha; insistir en la idea de que nuestra historia reciente solo puede entenderse como una sucesión de conspiraciones entre supuestos socialistas y supuestos liberales, ya no aporta nada y, por el contrario, obvia o elude la complejidad de nuestras sociedades y del proceso que está viviendo el continente. Parecen simples fórmulas de postergación. Tras los múltiples incendios de la polarización, la tragedia de las grandes mayorías sigue igual, intacta.
¿La idea de una supuesta batalla final entre la izquierda y la derecha, realmente ayuda a los peruanos a discernir y a decidir mejor por quién votarán el próximo 6 de junio?
La consigna de Pedro Castillo, supuestamente en el extremo a la izquierda, no es nueva: “Solo el pueblo salvará al pueblo”. Forma parte de una retórica ambigua pero eficaz. Recita textos de uno de los intelectuales de la izquierda latinoamericana por antonomasia, Eduardo Galeano, y convoca al país rural, abandonado y muchas veces despreciado. Convierte el melodrama en una acción política. Sin ofrecer demasiadas claridades con respecto a su programa de gobierno, capitaliza las legítimas ansias de cambio de la gente, apelando emocionalmente a la pobreza. Como era de esperarse, y como se ha repetido ya en las elecciones en otros países, el fantasma de Hugo Chávez sobrevuela la contienda. Castillo se ha visto obligado a aclarar que no es comunista, que no es chavista. Hace pocos días, en un programa de radio, le mandó un mensaje directo a Nicolás Maduro, pidiéndole que —antes de opinar sobre el Perú— resolviera sus problemas en internos en Venezuela. Y añadió una frase que revela más bien un pensamiento conservador y xenófobo: “Que venga y se lleve a sus compatriotas que han venido, por ejemplo, acá a delinquir”.
La supuesta derecha, con Keiko Fujimori, más que representar el pasado, lo encarna. Literalmente. Ha anunciado que, de ganar las elecciones, indultará a su padre. Ante la desventaja en las encuestas, su estrategia de distribución de miedos se ha incrementado. Tratando de alimentar las sospechas sobre su rival, sostiene que Castillo es “un clon real de Hugo Chávez”. Esta confrontación, que parece un círculo ruidoso donde ambos contrincantes solo se dedican a acusarse mutuamente, podrá verse hoy en un debate público de los dos candidatos.
La invitación de Mario Vargas Llosa a votar por Keiko, argumentando que representa “el mal menor” para el país, es otro síntoma de las limitaciones de la polarización. A diferencia del Vargas Llosa novelista —capaz de abordar y narrar con complejidad el gobierno y derrocamiento de Jacobo Árbenz, por ejemplo—, el Vargas Llosa opinador parece estar continuamente obligado a entrar en el esquema polarizante, a optar y defender cualquier propuesta que se diga o se proclame liberal, en contra de cualquier propuesta que parezca de izquierda. De esta manera, lo mejor —el mal menor— puede ser el regreso a lo peor. Es una lógica que deja en entredicho el sentido y la utilidad de la democracia: un sistema donde el poder del pueblo consiste en resignarse ante una minoría corrupta y autoritaria.
Suponer que Keiko Fujimori simboliza la última oportunidad de libertad y que Castillo significa la llegada intempestiva del comunismo implica, entre otras cosas, reducir la historia y la vida social a un nivel de simplicidad enorme. Casi pareciera que, en los últimos diez años, los peruanos no hubieron visto pasar por la presidencia del país a Ollanta Humala, a Pedro Pablo Kuczynski, a Martín Vizcarra, a Manuel Merino, a Francisco Sagasti. Como si no hubieran escuchado y vivido distintas propuestas, ideologías, nexos con la geopolítica regional. La condición apocalíptica de la polarización propone que la actualidad siempre es diferente y definitiva. Somete a los ciudadanos a hacerse responsables —de manera urgente— de las miserias de los actores políticos, así como a vivir postergando de forma permanente las genuinas ansias de cambio de su realidad.
En la década de 1950, Williams S. Burroughs realizó un viaje desde Panamá al Perú, buscando tener experiencias con la ayahuasca. Durante el periplo, mantuvo una suerte de diario viajes, en forma de correspondencia con el poeta Allen Ginsberg, cuyo resultado fue un libro extraordinario, titulado Las cartas del Yagé. Al final de su periplo, ya en el Perú, el novelista estadounidense escribe lo siguiente: “Todas las mañanas, se oye el clamor de los chicos que venden Luckies por la calle: ‘A ver, Luckies’. ¿Seguirán gritando ‘A ver, Luckies’ de aquí a cien años? Miedo de pesadilla del estancamiento. Horror de quedarme finalmente clavado en este lugar. Ese miedo me ha perseguido por toda América del Sur. Una sensación horrible y enfermiza de desolación final”.
Frente a esta realidad permanente, signada por la desigualdad, la pobreza y la impunidad, la polarización parece un juego pirotécnico, un libreto estridente que se repite sin gracia. El espectáculo que pretende convertir un fracaso conocido en una nueva esperanza.
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